Anunciaron la primera lluvia del año, fuerte, con truenos, relámpagos y muchos milímetros de agua por caer, y yo solo pensé en la luz, esa que funciona tan mal en esta ciudad y a la primera gota, se corta. A nosotros nos decían que éramos de azúcar por faltar a clase por la lluvia; definitivamente la electricidad de Santiago es de azúcar.
Ese día llegué a mi casa mojada, con frío, hambre y a oscuras, ya que gracias al “horario de invierno” aún no son las siete de la tarde y afuera ya es de noche.
Al abrir la puerta él estaba ahí, seco y cómodo, como un buen gato hogareño en invierno, al que distingo entre la oscuridad por sus ojos amarillos. Me miraba con sueño y extrañeza, mientras yo iba a buscar una vela para dejar en la mesa del comedor, pensando en que me gustaría ser un gato. El Negro se vino a echar a mis piernas cerca de la luz y me hizo consciente de que, en esa noche oscura y esa casa gigante, solo estábamos yo, un gato y una vela.
A diferencia del Negro, yo no tenía comida esperándome en un plato. Cocinar en la oscuridad no se me daba, en la luz tampoco. Así que decidí arruinarle el día a un repartidor y pedir comida por Uber con esta lluvia. Pedí dos hamburguesas con papas, y unos nuggets para compartir con mi somnoliento amigo. Pedí dos, no porque fuera cerda, sino porque eso alejaba a los psicópatas que buscaban pedidos individuales de mujeres solas. Y así también tendría almuerzo para mañana.
Tenía treinta minutos en la oscuridad antes de que llegara, pero solo habían pasado veinte cuando el teléfono me mostraba que el repartidor venía llegando a la casa. Me puse las botas de agua, y dejé a todo volumen la conversación entre dos amigas de una serie. ¿Iba a gastar mi batería para hacer creer al repartidor que no estaba sola? Sí, aunque hubiera luz lo habría hecho.
Al salir y prender mi linterna, porque las luces de la calle tampoco existían, el repartidor ya estaba afuera, pero sin bicicleta, sin auto, sin moto, con mi pedido en la mano. Al notar mi extrañeza, rápidamente me señaló que mi calle estaba muy inundada, su auto era bajo y lo había dejado estacionado a la vuelta. Le creí, y abrí.
Cuando le iba a pagar, el Negro salió corriendo al jardín de la vecina; no le tenía miedo al agua, pero la lluvia era muy fuerte y consiguió intimidarlo. Corrí a buscarlo con la bolsa de comida en la mano y me devolví con él colgando en mi brazo.
Al volver a la entrada de la casa, el repartidor no estaba. Alumbré con la linterna los alrededores, pero no vi nada, y al ir a buscar al Negro tampoco había visto un auto estacionado a la vuelta. Sentí un escalofrío al razonar que, si no estaba ahí afuera, entonces estaba dentro de la casa. Me conforté diciéndome que lo más probable era que haya entrado, porque lo dejé esperando en la lluvia mientras iba a buscar a mi gato. O que solo se había ido hacia el otro lado, todo sin mucho efecto en mi paranoia. Yo no le había pagado, así que él no se había ido, pero la verdad es que tampoco estaba en mi patio.
Entré a mi gato junto a la bolsa de comida y cerré la puerta. Iba a revisar el patio; lo malo de las casas antiguas es que son eternas, y siempre tienen ese cuarto lleno de cosas que jamás usas, pero siempre guardas. Al entrar me arrepentí al momento, apenas podía avanzar y si alguien estaba aquí, yo estaba perdida. Pero no había nadie.
Me consumió la desesperación al escuchar un ruido que venía desde el interior de la casa, había encerrado a mi gato con un loco, y quizás qué estaba haciendo o buscando. Me apresuré a salir, pero me tropecé con una de las cajas que prometí mil veces botar, mi teléfono quedó entre todas esas cosas y no me detuve a buscarlo en la oscuridad, era inútil.
Al entrar por la cocina llamé a mi gato sin obtener respuesta. Busqué la comida y no estaba, busqué la luz de la vela, estaba apagada; no veía nada, pero no estaba sola. Llamé al Negro con sus galletas, pero no aparecía. Caminé y llegué al fondo de esta casa que antes era muy acogedora, pero ahora se sentía tenebrosa e interminable, y vi la puerta de la pieza abierta. Ya no estaba solo yo, un gato y una vela, y no me sentía más acompañada por eso.
Cuando vi al Negro desde la puerta, estaba en el patio comiéndose los nuggets; lo tomé y corrí, tal como cuando uno corre a los seis años, pensando que viene un monstruo detrás de ti al salir del baño y apagar la luz; y me encerré en los cuartos de adelante, a los que solo daba entrada una puerta. Mis llaves quedaron fuera, así que agarré las de emergencia.
Afuera la lluvia seguía, yo sentía pasos, rozaba entre la paranoia, el miedo y la realidad. Sentía que se acercaba alguien y azotaba la puerta para venir por mí, pero era solo la puerta abierta del fondo de la casa sonando, nunca había sentido tanto miedo.
La luz volvió a las seis de la mañana, yo no había dormido nada, pero la claridad de la mañana me transmitía valentía, por lo que salí a revisar, temblando, débil, sin haber comido, sin haber dormido, apenas distinguiendo las cosas con claridad.
Pero al llegar al patio, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo y despertar mi mente. Tomé la nota y leí: “Pensé que habías comprado dos hamburguesas para comer juntos, será para otro día, por mientras cuídate mucho”. En el antejardín estaba todo cerrado, el portón con llave y la reja con su candado.
Desde ese día nunca más he vuelto a sentir que somos solo yo, un gato y una vela.
Imagen: Parte del proyecto Metafotografía e infradiscurso (2018-2023), de Alfonso Carrera, fotografía análoga.