Su cuerpo en el jardín

“¿Y la Pili?”, le preguntó. Su boca estaba partida de lo seca, la Olga le acercó un vaso de agua a los labios y le limpió la saliva con una servilleta de género. El pelo de la Olga ya llevaba una semana sin tocar el agua caliente de la ducha. La separación por la grasa natural se notaba, pero nadie la había visto hace seis semanas.

“Hoy no viene, acuérdese que son los fines de semana que la Pili la viene a ver”. En verdad la Pili ya no la venía a ver hace un mes, desde el encierro oficial y desde que había ido a dejarle una bolsa de supermercado con pan, mantequilla y hamburguesas ya descongeladas. Unas que la Olga tuvo que botar apenas vio encima del mesón de la cocina. El olor la atrajo apenas abrió la puerta de entrada ese último día.

El día antes de abrir la puerta de entrada de la señora Olga por última vez, la Olga se había quedado en su casa. Tenía libre y había visto una serie soportable en Netflix, se había levantado tarde y había mirado departamentos para su nueva vida al otro lado del océano. No le había dicho a nadie porque era supersticiosa y sin departamento no creía que fuera a pasar. Además, quedaban como diez meses y se sentía como tomando la decisión más estúpida de su vida. Pero la Olga era ansiosa. Si llegaba media hora antes a los lugares o un día antes a las entrevistas de trabajo, era porque no podía controlarse.

“¿Qué hacemos el fin de semana?”, le preguntaba a sus amigos el lunes. “Veamos una película el jueves”, le decía a su ex pololo cuando vivía cegada por la normalidad y monotonía de una relación en la que ya no sentía nada. Por eso mirar departamentos ese día no fue una locura para la Olga.

Olga. Le encantaba su nombre. La mayoría de sus amigas le decían que era un nombre de abuela, pero de esas de épocas antiguas, de esas que habían sobrevivido a guerras o a catástrofes mundiales.

“Es como que te llamí Eulogia”, le decía la Camila. Pero Eulogia era demasiado rebuscado, en cambio Olga era precioso.

Y aunque todos le dijeran lo mismo, ella no los escuchaba. No tanto porque estuviera segura de lo que pensaba y no se sintiera confundida por las opiniones de las demás. Su carácter no era tan recio. Sino porque la señora Gracia la calmaba.

“Ese no es un nombre de abuela, quién te dijo esa huevada”. La señora Gracia le tocaba la mano y le aseguraba su pulserita roja que se iba agrandando con el correr del día.

“No diga garabatos señora Gracia, después la Pili me reta”. Los intentos eran en vano. Porque la Olga nunca había conocido a nadie que dijera tantas veces la palabra “huevada”. Al principio le perturbaba un poco. La pronunciación tan perfecta de una palabra que estaba hecha para decirse al lote. Pero después hasta la ocupaba sin darse cuenta.

Muchas cosas tenía que hacer la Olga por la señora Gracia, pero casi le gustaban. Había pasado cuatro años de su vida sin saber qué hacer hasta que una amiga de su mamá le había ofrecido este trabajo. No era enfermera ni cuidadora. Había estudiado Diseño. Pero le daba un poco lo mismo, o no se dignaba a molestarse.

Limpiarle los platos, las sábanas, la ropa. Limpiarle el cuerpo, el pelo, el poto. Limpiar la casa se supone que no le tocaba a ella. Pero pareciera que nadie venía nunca a hacerlo. Le cambiaba los pañales y se aseguraba de que en el intermedio no se hiciera en la cama. En cada una de esas tareas la señora Gracia le sonreía. Bueno, no siempre porque la señora Gracia a veces no se acordaba mucho quién era la Olga, ni de su bello nombre, ni de por qué entraba todas las mañanas a su casa con una llave extra. Esos días la Olga la abrazaba, la acostaba de nuevo en la cama y le ponía el matinal. El del Mega era el que más le gustaba a la señora Gracia, porque siempre le aplaudía a Luis Jara.

“Lucho no me gusta, porque no lo conozco”, decía.

Esos días “andaba de maletas”. Así le decía la Pili, la hija de la señora Gracia, a la Olga por teléfono cuando le explicaba que le había dejado nuevas cajas de remedio en el velador.

La Olga se sentaba con ella, miraban el matinal y se comían un paquete de Tritón que la señora Gracia acaparaba la mayoría de las veces. Lentamente abría la galleta, pasaba la lengua con dificultad por la crema y se comía el resto. La mayoría de las veces no lograba sacar nada de crema.

Los días quince del mes, a la señora Gracia le tocaba salir a comprar. Esa era la única vez en la que pisaba la vereda de la calle y respiraba aire contaminado. Con su bastón en la mano derecha y su joroba en su espalda agotada de estar acostada, se iba caminando las cinco cuadras. La Olga a veces la acompañaba, pero a la señora Gracia le gustaba ir sola. Compraba cosas que no necesitaba, llevaba un billete de veinte mil y nunca traía vuelto. Un paquete de tallarines o un tarro de tomates costaban lo mismo. Al parecer.

“¿Me deja ir con usted? No voy a opinar, solo para caminar un ratito”, le decía la Olga. Pero la señora Gracia todavía no perdía su accidentada inteligencia.

“Mi billete es para gastarlo. Voy sola”. Y su paseo del quince de cada mes, en general, duraba como una hora. A pesar de que eran solo cinco cuadras. Había días, esos en los que no se acordaba de nombres ni de esquinas, en los que terminaban llamando a la Olga del negocio para que fuera a buscar a la señora Gracia.

“Está sentada acá con nosotros, tranquilita”, porque que en el negocio la trataran como una guagua le daba lo mismo. Pero si su hija, la vecina o la Olga le ofrecían ayuda, se ofendía.

“No estoy inválida”, respondía. Aunque la proposición fuera algo nada que ver a moverse siquiera. Porque, aunque no estuviera inválida, podía hacer sus crucigramas, veía sus programas de asesinatos e intentaba leer. De eso le costaba muchísimo. La Olga siempre encontraba el marcador de página en la misma de siempre. ¿Será que tenía que leer una y otra vez la misma frase para entenderla? Eso le habían dicho a la Olga otras enfermeras.

Después de su día libre, a la Olga le tocó ir donde la señora Gracia. No había alcanzado a planchar su uniforme y le cargaba verse así de desordenada, así que al bajar por el ascensor de su edificio, no se miró al espejo como siempre lo hacía.

“Esta pastilla ya me la tomé Olga, si no soy huevona”. En efecto, la Olga quería darle doble dosis. Pero porque la señora Gracia alegaba que le dolía la espalda y después se olvidaba y se quejaba en silencio sin entender por qué. Cuando las arrugas profundas de su frente se hacían más pronunciadas, la Olga sabía que ya era demasiado.

En general, darle doble dosis no era tan difícil, pero hoy estaba mañosa y como estaba mañosa (creo que lo dejé claro), la Olga se rindió. Dejó la segunda píldora encima del velador y se dijo a sí misma que más tarde volvería a tratar. Porque hoy le tocaba quedarse a dormir, tenía tiempo.

A pesar de las muchas veces que la Pili le había pedido que se quedara puertas adentro, la Olga no podía. En realidad, tampoco quería. Aunque le caía bien la señora Gracia y la mayoría de las veces se reía más de lo que pasaba rabias. Era como la amiga que su alma de vieja nunca había conseguido en sus círculos rodeados de corazones juveniles dispuestos a gastar la última gota de energía por un poco de eternidad. Ver tele y no salir, eso le deparaba este fin de semana. Y era la gloria.

Preparó la cama en la pieza de al lado y dejó la puerta junta por si se escuchaba un ruido. A veces la señora Gracia se caía de la cama. A veces había que parcharle las heridas. A veces había que llevarla a urgencias. Igual el ruido de esa noche no fue una caída.

“¡Nos están encerrando Olga! ¡Nos encierran, pero igual vamos a morir!”. La cama de la Olga se quedó a medio hacer hasta la mañana siguiente. Las estaban encerrando, sí. Podían morir, sí. Pero no eran las únicas. Pensó en la doble dosis de remedio y en lo aliviada que se sentía por haberse rendido y haberlo ahorrado. La Olga no pudo salir e ir a su casa.

Y ya habían pasado seis semanas desde que ella se había quedado con la señora Gracia, y a sus espaldas, memoria y gritos se habían deteriorado como el sentimiento de estar en un eterno fin de semana glorioso. La partidura hacia el lado derecho de la cabeza de la Olga escondía un pelón del porte de una moneda de cien pesos. Y sus uñas, que estaban inmaculadas después de tres años de terapia, ahora casi no se veían junto con los cueritos de los lados.

“Le prometo que le voy a avisar cuando venga”, le dijo, sentada en la silla de mimbre de al lado de la cama. Se mordía la uña chica, la que más tenía para alimentarse.

“Ya, para que le tengamos algo rico”, dijo. La Olga pensó altiro en la cocina. Llena de platos sucios, vasos de Coca-Cola a medio tomar y mitades de marraquetas al lado del microondas. El patio lleno de hojas secas y un pasto de diez centímetros de largo. Ahora pocas veces se alejaba de la señora Gracia. Cinco minutos significaban golpes que ya no sabía cómo curar. Ya se había cansado de dejarle llamadas perdidas a la Pili. No era quién para recriminar a una familia ajena. Aunque creía que, fácilmente, podía caer en la categoría de peor hija del mundo. La competencia no sería mucha. Era como ingeniera o abogada, una de esas profesiones que se parecen entre sí y no tienen nada en común. Vivía a diez minutos de la señora Gracia y tenía cinco hijos. Al principio aparecía más por la casa, pero la Olga se daba cuenta de que era para controlar que no se robara nada de esos objetos inútiles que descansaban llenos de polvo.

“Sí, no se preocupe, señora Gracia. Termine su café”. Ese café negro que se tomaba sin azúcar era lo único que no había cambiado después de tanto tiempo. Sus salidas al negocio, ahora prohibidas, ya no podían proveerle cordura. Y mientras la señora Gracia se tomaba de un solo sorbo ese oscuro café, la Olga pensaba en cuándo sería la próxima vez que este virus la dejaría ver la luz del sol. Y si podría seguir evitando la posibilidad de enterrar un cuerpo de la tercera edad en el jardín después de todo.