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Después de las despedidas, los ruidos de la fiesta se fueron apagando a medida que se alejaba de la casa. Las risas, resonando aún en sus oídos, lo acompañan mientras se tambalea ligeramente por la calle, en pos del paradero más cercano. El pequeño zumbido de la borrachera se siente agradable, y aún sonríe pensando en el buen rato que deja atrás. Mientras elige la música ideal para que vaya junto a él, se fija en la hora: 1:55 de la mañana. Buena hora para comenzar su trayecto.

En esta calle, en este barrio, ve varias luces prendidas todavía en las casas, y reconoce los mismos ruidos que acaba de dejar atrás. Le gustan estos barrios residenciales, porque lo hacen pensar en cuando era pequeño, y el paseo por la vereda bien iluminada se le hace grato. Cuando el pasaje desemboca en una avenida, se dirige al paradero, donde ve a otras dos personas, jóvenes como él, que también esperan la micro, y enciende un cigarrillo para que se una a su pequeño grupo: él, la música y, ahora, un cigarro.

Al primer cigarro le han seguido un segundo, un tercero y ahora un cuarto. Después del segundo, una de las personas se marchó caminando, y mientras prendía el cuarto, vio a la otra subirse en un auto que pasó a buscarla. Mira la avenida y le preocupa ver que no hay señal de su transporte. Vuelve a fijarse en la hora y le sorprende que ya sean las 2:24 de la mañana. Esperaba estar llegando a esta hora y siente una profunda frustración irracional contra el universo, como si algo o alguien pudieran darle una respuesta que, sabe, no llegará. Como por arte de magia, su corcel de acero y seis ruedas aparece a la distancia y lo recibe. Apaga apresurado su último cigarro, que no alcanzó a terminar, y sube, feliz de finalmente haber iniciado su camino.

En la micro hay gente y eso le tranquiliza. Se sienta al medio por costumbre, del lado del pasillo y con una pierna hacia afuera, aunque sabe que aquí no pasará nada. Se ríe para adentro observando a la gente, y mientras los pensamientos de la fiesta van quedando más lejos, los del hogar se acercan. El bamboleo constante y el alcohol hacen su parte, y el sueño se apodera de sus ojos, que se cierran de a poco. Pero la práctica le ha preparado, así que dos paradas antes de la suya despierta y camina lentamente hacia la puerta. Aún algo dormido logra bajarse donde corresponde y busca nuevamente la compañía del tabaco, aunque esta vez no la encuentra. Decide continuar solo y se desprende también de la música: aprendió hace tiempo que el alcohol y los audífonos no hacen buena combinación cuando se quiere estar alerta. Antes de guardar otra vez el teléfono mira la hora: 2:55 de la mañana.

Es una noche de verano, igual que esa noche y aunque no tiene calor, el sudor le cubre la frente. No ha caminado mucho, pero respira agitado, como si hubiera estado corriendo. Intenta calmarse, ya que cree que está metiendo demasiado ruido y se siente incómodo de interrumpir al silencio, y eso no le gusta. Además, necesita escuchar: desconfía de las calles vacías y mal iluminadas, pero todavía le quedan varias cuadras para llegar. Sabe que no es la misma calle, pero a esa hora, en ese lugar, bien podría serlo. Está asustado, pero no quiere estarlo, así que intenta calmarse metiendo la mano al bolsillo para sujetar firme el cuchillo que tanto le dijeron que no se comprara. Es una compañía más siniestra que al inicio de su viaje, pero la siente necesaria. Sigue haciendo demasiado ruido y no escucha nada, así que mira para atrás, a los lados. Cada árbol, cada basurero, cada sombra parece una trampa mortal y se le encoge el corazón cuando pasa por cada una de ellas. Siente como si estuviera escapando, y sabe de qué, aunque no lo vea.

De pronto, siente a sus espaldas el ruido que estaba esperando: pasos apresurados y peligrosamente cerca. El cuerpo entero se le sacude y en segundos su corazón se encoge, tratando de escapar de nuevo del fierro maldito. Un grito ahogado de angustia que desearía nunca haber lanzado se le escapa, y se da vuelta con el cuchillo en la mano, temblorosa. Se enfrenta a nadie. No hay nada en la calle, que no es la misma calle, en esta noche que no es la misma noche. Pero nuevamente, se derrumba en la vereda, esta vez sin heridas en el cuerpo. Y nuevamente llora, solo en la calle, a las tres de la mañana.

Imagen: Parte del proyecto Metafotografía e infradiscurso (2018-2023), de Alfonso Carrera, fotografía análoga.