Ansiedad terminal

Solo quiero volver a esa casa vieja en la que vivía mi madre. Ella ya no está y me enteré hace solo unos días.

Nadie se dio el tiempo de avisarme, nadie cuidó de ella. Nunca se deterioró, fue una mujer independiente con una muerte fugaz e inesperada. Intentaba llamarla siempre, le enviaba fotos de mi trabajo en el campo, del río, de los viñedos. Queda poco para que el bus parta con destino a esa casita de campo llena de tierra y flores marchitas.

Tuve que venir al terminal de la Feria Modelo y me invade la nostalgia. Mi mamá era medio bruja, así que a veces pienso que ella sabía que esto iba a pasar, que solo se iba a apagar y ya.

Dejó la casa a mi nombre, gané su amor y su espacio, como también gané el rencor de mis hermanos, por eso no me avisaron y fue el peor castigo. Les habría cedido partes de la casa con tal de poder estar con mi madre en su partida.

Me queda solo la imagen de ella en vida y en un rato más veré su nombre en un nicho, en mi mente nunca habrá una imagen apagada en un cajón de madera. Por extraño que parezca, siento estar agradecido con ser el único con un recuerdo vivo. Aunque me la imagino pálida y durmiendo, nunca tendré la imagen real de ese día, solo la sonrisa cálida que me correspondió esa última vez que la vi.

Me ahogo, pienso que ella ya no está, pienso en que no tuve tiempo de asumirlo. Me doy cuenta de mi entorno: un niño llorando porque su mamá no quiere comprarle un helado, el conductor del bus fumándose un cigarro mientras suben los pasajeros, el calor sofocante. Quiero salir corriendo.

Pasa un viejito vendiendo agua helada. “Gracias por salvarme”, le digo. Él solo sonríe, me pasa la botella de agua empañada, hecha hielo, le pago la luca y sigue su camino gritando.

Subo al bus, el nudo en la garganta se desata en tibias gotas que recorren el rostro del niño que fui, que soy, que alguna vez tuvo una madre que lo vio salir y que lo esperaba siempre con una cazuela y helado de canela. El trayecto a casa nunca volverá a ser lo que alguna vez fue.