Ausencia consagrada

[Primer lugar concurso literario 2024, categoría cuento adulto]

“Y ¿qué la trae por nuestro país, hermana?”, le preguntó el taxista a modo de saludo. Y ella, mientras se acomodaba la pollera en el asiento de atrás, respondió como por rebote: “Vengo a cuidar a mi mamá, que está enferma. Soy chilena. Aquí está mi casa”. Pero era mentira. Aquí nunca estuvo su casa, ni siquiera el día en que la locateli de la Betty Moreno y el esquizofrénico de su padre la tuvieron. Porque ya desde ese día que su presencia en el mundo era un inconveniente, un cacho, la explicación de por qué estos dos enfermos mentales se habían tenido que casar. Y todo siguió igual, o peor, durante su infancia, en que ella lloraba de hambre y se le endurecían los mocos en los pliegues de la nariz, a la vez que su madre se maquillaba y le sacaba celos a su marido, que de vuelta le respondía sacándole la cresta. Era un milagro que la Bernardita hubiera sobrevivido, que no hubiera muerto de inanición o descuido. Aunque quizás no. Quizás hubiera sido mejor morirse de una, ahorrarse la lucha interminable que había sido siempre su existencia.

El taxista quiso meterle más conversa, pero ella no enganchó. No era monja, como él pensaba, sino que consagrada del Milites Christi, una congregación religiosa a la que había jurado castidad, obediencia y la obligación de vivir en comunidad, con otras consagradas. O sea, básicamente era una monja, pero trabajaba y vestía de civil —pese a que ninguna mujer con el más mínimo sentido de la moda ocuparía jamás las polleras desgastadas de mezclilla o esas blusas de manga tres cuartos que llevaba puestas—. ¿Era feliz? No, feliz nunca había sido en su vida, pero estaba conforme. A los veintiún años tomó la decisión de dedicarle su vida a Dios y nunca miró para atrás. Hasta que el Vaticano, por el tema de los escándalos, decidió formar una comisión investigadora y ver qué hacer con la congregación. Y, después de años de trabajo, concluyó que había que clausurar, al menos temporalmente, los seminarios y las casas de consagradas, hasta que, en palabras de ellos, “se reestructurará desde las bases la fibra moral del Milites Christi”. Y la casa cerró, y sus compañeras comenzaron a renunciar a sus votos, ofendidas, y el colegio en que trabajaba se empezó a vaciar, porque quién iba a mandar a sus niños a educarse con esos curas degenerados y esas religiosas encubridoras. Y ahí, por primera vez, la Bernardita se cuestionó seriamente si debía volver. Y cuando le pagaron su sueldo, el primero que le transferían directamente a ella, y no a la casa, se compró un pasaje a Chile.

Cinco años antes de que eso ocurriera su madre se cayó. Se fracturó el pie, una cosa poca, máximo un mes con yeso, pero el doctor decidió hacerle un chequeo general. Chequeo que arrojó que tenía síntomas de Alzheimer. Su prima le había escrito para comunicarle la situación y la Bernardita no sabía bien qué hacer. Los escándalos ya se sabían, el Milites Christi ya estaba desprestigiado, sin embargo el Vaticano aún no daba su veredicto, por ende la casa seguía abierta y, como instruía el fundador de la orden, antes de tomar cualquier decisión los consagrados debían consultar primero con su asesor espiritual. Así que hizo eso. Y Ofelia, que era la encargada de la casa, ergo la asesora espiritual de todos quienes vivían en ella, le dijo que podían enviar una porción de su sueldo para pagar los cuidados de los que su madre requiriera, y que la casa podía costearle una visita a Santiago, para verla durante la pascua. Eso además de acompañarla mediante la oración, obviamente. Lo único, eso sí, es que ella no se podía ir indefinidamente para cuidarla. “Lo siento, Bernardita, yo sé que madre hay una sola, pero te necesitamos tantito aquí en la casa, también los niños en la escuela, y como sabes nuestro movimiento vive una crisis muy profunda. No nos podemos dar el lujo de perder a alguien tan valioso como tú”. Y ella, con la cabeza gacha, asintió. No quería que Ofelia la viera sonreír, sonreír porque estaba obligada a regresar. A no tener que vivir en Chile nunca más.

“Tú entiendes que me cagaste la vida. Que por culpa tuya me tuve que casar con el loco de patio de tu papá, que no le bastó con pegarme todo lo que quiso, sino que tuvo que ir y matar a Fermín, que era el amor de mi vida. Y todo ¿para qué? Para tener una hija que no me ha dado ninguna felicidad, ninguna, que se mandó a cambiar a la punta del cerro apenas pudo, que no fue capaz de parir un nieto que me alegrará la vejez, que, en el fondo, es egoísta y narcisa, mucho más de lo que yo jamás he sido”. Eso le gritaba su madre, enfurecida, mientras la Bernardita recogía las pastillas para la artrosis que, accidentalmente, había arrojado al suelo después de retirarle la bandeja del desayuno. Y cuando ya había recogido la última pastilla, sin decirle nada, la miró. Miró directamente a los ojos a la Betty, analizó a cabalidad su rostro simétrico, aún bello pese a la edad. La miró y se fue, se retiró a su pieza en donde abrió el computador y reprogramó su vuelo de vuelta para el D. F., adelantando la fecha. Días más tarde, para la pascua misma, sentada frente a Ofelia, solas en el comedor de la casa —todas las demás consagradas estaban pasando las fiestas con sus familias—, esta le comentó: “Ojalá el Señor interceda por el Milites Christi, y nuestra comunidad pueda ver muchas navidades venideras”. Y la Bernardita, distraída, le respondió que sí, que toda la razón, que las obras que hacía la orden eran importantísimas, irremplazables. “Sí mija, eso… y además, si esto se acaba, en dónde más te vas a esconder”.

El taxista prendió la radio. Hablaban de política. Al tío Fermín le gustaba la política. Le comentaba largamente a la Betty sus impresiones sobre ella, sus análisis y las proyecciones que él veía posibles que ocurrieran. Ella lo escuchaba, absorta, no porque le interesara el tema, sino porque necesitaba que él se sintiera querido, amado, ya que era su único tícket de salida. El tío Fermín era un penalista exitoso, famoso incluso, y originalmente su madre lo fue a ver para consultarle sobre qué hacer. Estaba toda moretoneada, acababa de salir de la clínica después de que su marido, en un ataque de celos, la arrojara escaleras abajo, y francamente tenía miedo a que este la terminara matando. Él, conmovido, procuró ayudarla, pro bono. Y la relación no tardó en evolucionar de la conmoción a la pasión, y él abandonó a su mujer y sus hijos y se instaló con la Betty, en concubinato. Y en ese nido del amor impío se crio la Bernardita. O, en realidad, en el cascarón donde ese amor se desarrolló, porque al poco andar de su relación, cuando aún no terminaban de decorar el departamento, una semana antes de que la Bernardita cumpliera doce años, mientras la bicicleta que el tío Fermín y su madre le tenían de regalo aguardaba escondida en la bodega, su padre lo mató. Lo esperó afuera del Palacio de Tribunales y le disparó, a quemarropa.

Lo que sucedió en la vida de la Bernardita luego del asesinato del tío Fermín solo se puede resumir en una palabra: caos. Juicios, visitas a su padre en la cárcel, depresiones y actitudes erráticas de parte de la Betty, y ella sola, desvalida, roja de vergüenza antes de entrar a clases y escuchar al profesor mencionar su nombre cuando pasaba la lista. “¿No es esa la hija del tipo que mató al amante de la mamá?”. Y llegar después del colegio al departamento con hambre, con la misma hambre que sentía desde que tenía memoria, para encontrarse con una nota en la despensa que decía: “Me fui. No hay nada. Anda a comer donde tus tíos”, y tener que aguantar, aguantar hasta más no poder, y partir. Y que le sirvieran un plato recalentado, de porotos o lentejas, de esos que sus primos no se comían sin pelea, y devorarlo. Y mientras tomaba un vaso de agua, uno que le ayudara a bajar el garbanzo o el grano de arroz que tuviera atorado en la garganta, escuchaba a su tía, en la cocina, discutiendo con su tío. Que su hermana se pasaba, era una desubicada, que esta casa no era restorán, que para la próxima no le daría nada, que lo sentía en el alma, pero la Betty tenía que aprender a no abusar. Y en esos momentos ella, la Bernardita, solo pensaba en una cosa: en irse. Y cuando, ya en la universidad, vio ese afiche del Milites Christi que invitaba a los jóvenes católicos a sumarse al movimiento, encontró la oportunidad.

El taxi se estacionó frente al edificio. Era de esos típicos edificios antiguos de Providencia de cuatro pisos, de esos que antes eran tan comunes, pero de los que ahora quedan en pie tan pocos ejemplares. La Bernardita se imaginó lo que tenía que hacer: debía bajarse, acarrear sus bolsos, saludar al conserje, meter la llave en la chapa y enfrentarse a su madre. Pensó en hacer todo eso, pero no lo hizo. En vez, le dijo al chofer: “Parece que me equivoqué de dirección, disculpe. Le indico mejor dónde tenemos que ir”.