Mi marido murió hace dos años, se lo llevó la neumonía. Yo esperé pacientemente junto al teléfono el día de su fallecimiento, porque algo me decía que se acercaba el momento, es que nos conocíamos tanto. La Paulina, mi hija mayor, llegó a los minutos que se supo la noticia, venía con las niñas y su marido. La Camila, apareció después, triste y melancólica como siempre. Gerardo llegó último, llorando y desvivido, aunque nunca se apareció durante los días de hospitalización.
Cuando lo enterraron, no vi más que un cuerpo inerte bajando hacia la tierra, como si fuera una mentira, como si al llegar a la casa me fuese a estar esperando.
Hoy me llamó la Camila, estaba llorando porque se sentía sola y yo, egoístamente, he pensado en mi propia vida toda la tarde. ¿Me siento sola, ahora, que mi marido ya no está más? O, mejor dicho: ¿Alguna vez me sentí acompañada? Entonces, esa última pregunta me removió los huesos. La respuesta es sí, pero fue hace tantos años que casi no me acuerdo.
A la Maura la conocí en el campo, ahí dónde yo crecí cerca de la cordillera. Las dos nacimos el mismo año, pero ella era hija de nuestro patrón y yo de uno de los inquilinos.
Crecimos casi juntas hasta que a los ocho años empecé a notar las diferencias que había entre nosotras: mi madre le servía la comida a la suya; mi padre nunca miraba al suyo a los ojos; mi casa no era la de ella, por más que yo entrara hasta su habitación cuando éramos niñas; y sobre todo, ella iba al colegio y yo no. La Maura era linda, más linda que cualquier otra niña que yo hubiera visto. Era morena y de ojos negros como si se trataran de dos aceitunas, siempre bien peinada y usando los vestidos que yo siempre deseé. La quería y la envidiaba.
Nos gustaba sentarnos en el corredor, justo abajo de la galería de ventanas, a comer sandía y escupir las pepas. Caminábamos hasta el río, sabiendo que no había ningún peligro y nos bañábamos en los pozones tibios que se formaban cerca de la orilla. La Maura recogía flores y me las ponía en el pelo, yo la miraba y sentía que se me calentaba el corazón.
A los doce años, ella se fue al Instituto María Inmaculada conocido por ser el mejor colegio de monjas que había en la zona, a dos horas de allí. La Maura se iba los domingos en la tarde y volvía los viernes, con su blusa blanca y su delantal. Desde mi casa se veía el camino de tierra y mis ojos se iluminaban cada vez que sentía la camioneta acercarse, esperaba con ansias oír lo que había aprendido, los chismes de sus compañeras, lo que había en la ciudad. Yo la extrañaba tanto, pero en el campo casi no había tiempo para pensar. Entre la huerta y la cocina, era poco el espacio para la añoranza.
Cuando cumplí quince, mi mamá me hizo un delantal nuevo y un lazo para el pelo, que yo no quería cortar. Cumplir quince significaba dos cosas: casarse pronto y tener hijos. Pero yo me negaba a conocer a cualquiera que estuviera interesado. Me sentía estúpida, porque mis amigas del fundo ya estaban siendo desposadas, pero también me sentía importante, porque la Maura tampoco se había casado aún y eso significaba que ambas estábamos esperando quién sabe qué.
Lo cierto fue que la Maura sí estaba esperando a alguien, a Miguel. Él era de la ciudad, era profesor del Instituto María Inmaculada, tenía casi treinta años y yo lo odiaba más que a nada en este mundo.
Es buen hombre, me dijo la Maura un día, mientras nos metíamos al río. Pero yo la creí ingenua y de pronto, la visualicé solo como a una niña a punto de casarse.
Cuando Miguel pidió su mano, a mí me tocó servir la cena. La Maura estaba reluciente, como una muñequita de porcelana usando el labial que su mamá siempre le negaba por ser menor. Yo me sentí hipnotizada cuando la vi junto a su padre en la mesa, tan elegante, con esas manos flacas y el pelo sin trenzas. Tan distinta a mí, con el vestido que heredé de mi hermana mayor, con el delantal, con las chalas de cuero.
Al día siguiente, cerca del atardecer, me fue a buscar a la casa. Venía agitada y cansada, con el trajecito azul arremangado hasta las rodillas. Sentí los golpes en la puerta y la hice entrar. Ella se sentó junto a mí en la cocina, yo seguí haciendo caramelo para el postre de mis hermanos y comenzó a contarme que la boda se haría en un mes más.
A mí me hervía la sangre de solo pensar que Miguel podría, incluso, llevarse a la Maura lejos del fundo si quería. Me frustraba no poder retroceder el tiempo y no poder librar a mi amiga de ese destino, que al menos a mí, me parecía terrible. Ella, sin embargo, parecía ilusionada.
Estaba contándome que el pastel de bodas se lo traerían de la ciudad y el caramelo estaba casi listo, cuando de pronto, se calló. No había nadie más en casa, salvo mi hermana menor que balbuceaba desde la única habitación que compartíamos todos, la luz del sol atravesaba las ventanas. La Maura se puso de pie y se acercó a mí en total silencio, se echó las trenzas a la espalda y sonrió. Entonces, sin que yo jamás supiera por qué, me besó.
A partir de ese momento, la Maura y yo aprovechamos el mes que nos quedaba para ir al río y tendernos al sol casi todos los días. Nos besábamos y aunque ella se iba a casar, me juró que jamás me olvidaría. Por eso, cuando el día de la boda llegó y la vi llegar a la casa patronal ya desposada, no tuve ni que buscarle su sonrisa entre la gente: ahí estaba, esperándome, justo debajo del velo de novia.
Yo me casé a los tres meses y emigré a la capital en busca de mejores oportunidades junto a mi marido, un poco huyendo.
Antes de irme, fui hasta la casa patronal para decir adiós. Me encontré a la Maura en el corredor, sentada en una mecedora, con el vientre abultado de todas las embarazadas. Tenía los ojos cerrados y las trenzas sobre el pecho. Es hora de despedirse, le dije. Ella me sonrió y me extendió los brazos. Nos abrazamos largo rato y nos susurramos cosas que solamente ella y yo sabemos. Cuando salí del corredor vi su espalda cubierta por una manta de lana, estábamos a punto de cumplir diecisiete.
Mi marido montó el caballo y echó las pocas cosas a la carrera, yo abracé su espalda, esa a la que aún no me acostumbraba. No volteé a ver el fundo. No pensé en nadie.
Hoy me levanto y me duelen las articulaciones, la cadera, las rodillas. Me miro al espejo y no me reconozco, estoy tan vieja y cansada que no sé en qué momento la vida pasó tan rápido. No sé cuándo mis hijos dejaron de llamarme todos los días, ni cuando mis nietos se independizaron de sus propios padres.
Me levanto del viejo sofá y dejo de ver la telenovela. Llamo a la Paulina y le pido que me saque pasaje, quiero viajar le digo, pero sola. Hago un bolso pequeño con mi ropa de siempre, guardo mis artículos personales y una vieja foto de la familia, por si tengo suerte y encuentro a quien mostrársela. Salgo a la calle, pido un taxi al terminal de buses, me subo y jugueteo con mis dedos, estoy más nerviosa que nunca, jamás salí sin mi marido o sin mis hijos.
Mi asiento es el tercero a la derecha, justo al lado de la ventana, junto a una muchacha joven que va conectada a sus audífonos, yo me preparo para un largo viaje.
El campo que dejé a los dieciséis ¿Me estará esperando? Miré por la ventana, el cielo estaba rojo.