El lector se encuentra frente a una muralla pulcra que ignora no solo las leyes de la física y del cosmos que la ciencia no ha llegado todavía a descifrar. Si es su deber o no, lo ignoro, derrocha una completa indiferencia a cualquiera que se encuentre delante, y decide enfrentarla y aprender de ella con los artilugios de los que dispone. Entonces el susodicho se planta enfrente y comienza a quemarlo con su pasión y su obsesión por el entendimiento que componen la materia gris. Se piensa responsable del hallazgo de un tesoro oculto tras esas páginas, la tinta que forma las palabras forma a su vez recodos que confunden al lector y lo creen responsable de algo que solo él puede darle fin.
Esta historia habla de un lector y su muralla.
Todo empezó en Santa Agustina, una ciudad más bien corriente, con secretos que se dejan entrever cada tanto gracias a la prensa local, vuelta hacia lo mórbido, que para tranquilidad de sus habitantes no era tan común. La ciudad contaba con unas ocho universidades, tres de las cuales se centraban en el desarrollo de las humanidades. Laura vivía cerca de una de las tantas, a unas tres cuadras, más o menos, un lujo apreciado con recelo entre los estudiantes. Dormía en una pensión y vivía en la micro, en el parque, en las plazas, en casa de sus amigos, y se realizaba en los libros, con sus laberintos de tono grave café a fino blanqueado. Estudiaba Letras. En su habitación tenía los mismos diez libros que desfilaban como los pajeros de los fluorescentes burdeles que se afirmaban como ferreterías e incluso verdulerías, mientras Laura ocurría por esas calles en una de sus cacerías taciturnas after classes y buscaba un libro con el cual intercambiar su ejemplar de Narraciones extraordinarias de Allan Poe, libro que encontró en un puesto de la misma calle, conseguido gracias a la compra-venta de un poemario de Vallejo. Allí cerca se habría detenido delante de un mesón con varios libros de variados colores, pero uno solo la hipnotizó, y debió ser fuerte el trance (para una persona lúcida y desacostumbrada al consumo de drogas) porque estuvo quieta por un rato irregular. Praxis para una vida corta, un libro de tapa dura seguramente olvidado por los anales de la literatura, una edición sin información de impresión ni contraportada, solamente el nombre de quien lo escribió con rayones encima, cosa que imposibilitaba el reconocimiento del escribano. Confrontó al libro por otro buen rato, se limitó a observar las seis caras del Praxis y las primeras páginas, encontrándose con que el texto abría de la siguiente forma: “Sobre los héroes que acabaron con la cruz del pueblo asediado solo se conoce el nombre de uno de ellos: Miguel Acevedo de la Santísima Trinidad. De los otros no hubo soplido que supiera recordar alguna silueta o algo, el mundo parecía haber olvidado como castigo a quienes una vez fueron loados por su propia gente, la misma que luego odiaría y colgaría desde una cruz a cada infame desde un baño de llamas y sangre, la misma que goteaba desde sus extremidades maltratadas. Las súplicas sollozadas por los antiguos héroes fueron ignoradas por Dios, quien sintió desde su trono celeste un sentimiento que no recorría su omnisciencia desde hacía ya mucho tiempo, repudio”.
No pasó mucho tiempo, como regularmente solía ocurrir para que se acercara al dueño de los libros, un señor de edad, que traducido a la percepción ocular significaba tener tantas arrugas en el rostro como en la sabiduría, y llegaran a un acuerdo de mutuo beneficio. Accesibilidad dada para los entendidos de un mismo arte, como son los comelibros sin bolsillo, de paso consiguió información sobre el libro de autoría anónima. Pareciera ser que fue escrito a mitad del siglo anterior, el nombre del supuesto escritor corresponde al de Ernesto Iglesias. Era invierno cuando el de la tienda recibió el manuscrito de manos de un vagabundo que, motivado por el hambre y el frío, buscaba vendérselo, a lo cual este, en su profunda educación cristiana no tan practicada, decidió comprárselo a un precio para nada despreciable. Tras tal acto, el forastero se fue con sus ganancias y nunca más fue visto.
—¿Eso es todo? —preguntó Laura.
—Sí —dijo el anciano—, no creo recordar otra cosa, tampoco nunca me animé a leerlo, prefiero refugiarme entre conocidos a este punto de la vida.
Su fanatismo por las obras de Shakespeare era algo que Laura siempre supo apreciar, siendo incluso el primer enclave de diálogo entre ambos entusiastas, ella ocupando el rol de detective y él un ermitaño que mucho conocía de la vida, y que lo que conocía lo había aprendido en los libros.
En fin, ella fue muy feliz y él demasiado cordial, no hubo más que ver en esa calle, así que se volvió para su pensión con la colección extraordinaria de Allan Poe deshecha, cosa que no la apenaba para nada; una edición reprobable que iba de la mano con un material muy plástico en las hojas para gusto de Laura.
Al llegar a su pensión intentó enfrascarse de lleno con el nuevo libro, pero se enfrentó a una situación tan surrealista como el primer pasaje, y es que justamente ese pasaje había desaparecido sin dejar atrás pista alguna de su existencia, es como si nunca hubiese estado escrito. Perpleja e indignada, Laura revisó tontamente por delante y por detrás el párrafo perdido, a ver si se encontraba en otra página, pero por más que lo buscase no estaba ahí, realmente era como si nunca hubieran nacido aquellas palabras. A lo que optó por agarrar uno de sus cuadernos de estudio sin usar y reescribió de memoria lo que había leído en el puesto de su amigo shakespeariano, quedándose con el gusto de saber que, ahora sí, jamás esas palabras iban a morir.
Reanudó entonces la lectura y así estuvo hasta la resurrección del crepúsculo, cuando dijo es suficiente, pausó la lectura para seguir con sus otros deberes en papel de estudiante y de todo ser morigerado que respeta sus horas de comida y sueño.
Al día siguiente fue igual: despertó, cumplió con su higiene, desayunó café con magdalenas del minimarket, asistió a su limpieza bucal, se fue, asistió a clases, paseó por entre los puestos de libros, absteniéndose de comprar libros con libros, llegó a su pensión cansada y con la mente haciendo ruido, abrió el libro, lo leyó, lo cerró. Hizo sus tareas, cenó arroz con cebolla y pollo, durmió; y de nuevo despertó, cumplió con su higiene, desayunó café con pan y queso, asistió a su limpieza bucal, se fue, asistió a clases, llegó a su pensión cansada y con la mente haciendo ruido, abrió el libro, lo leyó, lo cerró. Hizo sus tareas, cenó lo de ayer, durmió; despertó, cumplió con su higiene, se fue, asistió a clases, llegó a su pensión, abrió el libro, lo leyó, lo cerró, cenó las sobras, durmió; despertó, cumplió con su higiene, no se fue, abrió el libro, leyó, lo cerró, no cenó, durmió; despertó, no se fue, abrió el libro, leyó, no durmió; leyó.
En su mente resonaba Xanadú… Xanadú… con un eco que hacía temblar la paredes huesudas de su cabeza. El mundo se partía en mil, o bien los mil mundos se juntaban caóticamente, y de este o estos emergió una figura sombría y alta como los rascacielos que parecen estar invisibles en esas tierras donde el sacramento no tenía orden ni jurisdicción. En el cielo, si es que había uno, sobrevolaban sin control ni sentido tinieblas abscónditas que de repente bajaban en picada hacia donde estaba Laura, transformando sus figuras en altas siluetas sin forma, inexpresivas de rostro, porque tenían el inquietante infortunio de portar facciones humanas o máscaras hiperrealistas. No obstante, en su aparente sombra corpórea y plasmada en una dimensión distinta a la común brillaban palabras, oraciones que una y otra vez se iban dirigiendo a los oídos de Laura, ella no entendía lo que rezaban las figuras y les pidió que por favor se lo repitieran.
—“¡Miguel Acevedo de la Santísima Trinidad, te aconsejaba cortar tu lengua serpentina antes de hacer lo que osaste hacer! Nos apuñalaste a nosotros, tus hermanos; fuimos vendidos como tributo al Dios equívoco de los indios, y por mientras supiste vivir sin preocupaciones por largos días con el oro indio y las mujeres indias a costa de nuestra esclavitud y abandono. Pero fuiste finalmente enjuiciado por los nunca fiables monos de estas tierras malditas y, con nuestras propias cruces traídas de la Corona de Castilla te quemaron junto a tus antiguos hermanos. Ahora espero que siempre ardas, vivo o muerto, nos es igual para nosotros ¡Arde, mentiroso! ¡Arde!”.
Relinchos del purgatorio nacen del último arde y amenazan a la desafortunada, la cual decide dar media vuelta y correr con lo máximo que le dan sus piernas. Sentía en su nuca el jadeo insoportable de las criaturas, un hedor de ultratumba que rellenaba la habitación de un negro mate. No se prestaba el color para su cuerpo, a lo que Laura comenzó a desesperar por no lograr visualizar sus extremidades que, sin embargo, sentía sudar con fiereza.
Una piedra la condena a caer y a dejar que lo equivalente al cancerbero de acá la alcance y pisotee sin piedad. La muchacha pedía ayuda, exigía ayuda, gritaba por ayuda, a quien sea que pudiera escucharla, pero nadie fue a socorrerla ni a sacarla de tremenda pesadilla, hasta el punto en que sus gritos fueron ahogados por las mil pisoteadas mientras sus dientes eran fracturados y su cráneo achatado.
Abrió los ojos y notó la ausencia de sus manos y el sudor de todo su cuerpo, las lágrimas de sus ojos y el dolor en el cráneo. Respira con ajetreo hasta que empieza a razonar con su mente vuelta en caos, mientras el campo de visión se iba convirtiendo en algo que le era calmo y familiar, se encontraba en el suelo de su habitación acostada de lado. Eran las primeras horas de la primera madrugada y al notarlo lagrimeó de felicidad. Junto a las comunes risas que soltamos cuando creemos haber escapado del peligro, se levantó y se fue donde el interruptor para iluminarlo todo. Entrecerrando levemente los ojos esperó hasta acostumbrarse a la luz y miró donde había sufrido las pisoteadas de los “caballos”, si es que podía llamar con tanta especificidad a algo que obviamente no pertenece a este mundo.
En un momento de catarsis Laura agarró su cuaderno y empezó a anotar lo que recordaba del sueño. La afligió pensar en el auténtico pánico que sintió por esas figuras tan vívidas, tan repulsivas, tan malignas.
Días después, el shakesperiano se preguntaría si era una buena idea haberle dado ese libro, pues la verdad es que sí se animó a leerlo y la experiencia no fue para nada grata. Recuerda una tarde de agosto en que no pudo abrir el negocio porque con 18° con probabilidades de lluvia de un 80% nadie vendría a comprar libros, por lo que decidió quedarse adentro y prenderse un pucho mientras recorría con sus ojos seniles los cientos de libros que jamás llegaría a leer, cuando se detuvo en uno que había querido evitar hace tiempo. Supo que no había otra cosa por leer, de paso aprovechaba de adelantar el laburo y decidía de una maldita vez qué hacer con el jodido libro, así que fue a la cocina a prepararse un café con latte y volvió al comedor donde había dejado el libro, con el adicional de un pan tostado con jamón que tanto le recordaba a un antiguo amor correspondiente a tiempos más tiernos y más rectos, para él todo el tiempo por pasado fue mejor. Con sus armas preparadas y su café con latte a medio acabar resolvió con un último sorbo y abrió el libro desde la página uno.
Entre lectura y lectura el viejo se tallaba los ojos con notorio cansancio. Sentía que, por cada página que pasaba, había rastros de odio y rencor, sentimientos nocivos para alguien de su edad. No obstante, decidió seguir leyendo con el último fin de no dejarse intimidar ante cualquier libro. Pensaba que su experiencia se debía no solamente a la buena fortuna y a la buena dieta, también a la valentía y otros sueños que una vez reinaron con regla dorada el mundo, un mundo que ya no existía, que se desvanecía sobriamente delante del señor, y que finalmente explotó cual burbuja apoteósica, resignificando todo suceso habido y conversado, aunque terminan siendo la misma vaina, porque peras y manzanas son frutas, y las frutas caen de los árboles, a merced de las bocas sedientas de un alimento jugoso y breve como lo son las peras y las manzanas, agrupado todo eso en un buen trozo de mierda de dos moscas.
El viejo se rindió con el libro y lo cerró antes de seguir arruinando la tinta de las hojas con el llorar de sus ojos azulinos. Decidió no abrirlo nunca más, que nadie debiera leer algo así, por lo que partió con su infame libro, la taza, el cenicero y las migas encima de la mesa, testigos del quebrantamiento de un noble hombre, fisura fatal que no lo dejaría libre hasta el fin de sus días, un 20 de abril, doce días después del funesto y muy sentido accidente de Laura.
Laura figuró su tragedia de la forma más creativa y llena de interpretaciones posibles: incendiando su propia habitación con fósforos y un pucho. También se disparó dos veces: una bala nomás atravesó olímpicamente su cráneo, la otra se presume que impactó con algún mueble o ventana, pero que por el fuego era complicado averiguar dónde impactó. Aunque bien, el fuego no logró abrasar del todo la habitación debido a los detectores de humo que actuaron con abismante eficacia. En el cuarto encontraron una cruz situada en el centro, las paredes llenas de hojas casi ininteligibles arrancadas de lo que probablemente era un cuaderno de estudio y nueve libros de literatura incinerados.
Al día siguiente se publicaría en el diario local la noticia que ya todos conocían de antemano, junto a un titular sensacionalista y una descripción bastante mórbida y minimizada de la escena del crimen. Adjunta a la noticia habría una foto de una de las tantas hojas pegadas a la pared, mas esta se conservaba en perfecto estado y decidieron los directivos del periódico publicarla justamente por lo mórbido y extraño del mensaje. “Los jinetes mortuorios de los verdaderos héroes recorrieron de Oriente a Occidente las tierras lejanas de la vieja Pekín, y Katmandú, y la poderosa Xanadú, París en primavera, el árido viento de España, el balneario de Liverpool, la capital de Estambul. Visitaron las casas del pasado y pensaron en lo que podría ocurrir, predijeron con ayuda de los astros y desde la zozobra miraron el horizonte temiendo una derramada de sangre y cuerpos, pues supieron que el futuro no aguarda sino castigos para los delitos y muerte para los desangelados”.
El viejo shakesperiano botaría instintivamente el periódico a la basura sin siquiera haber terminado de leer la imagen que usaron como fotografía de referencia. El señor estaba empapando sus mejillas con las lágrimas de sus ojos, se había arrodillado frente al cuadro de la Virgen que tenía en su cuarto y cabizbajo al rostro del sujeto que dormía en su cruz, comenzó a recitar las lecciones de cuando era chico.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. —Las lágrimas que soltaba Ernesto no eran de tristeza ni menos de cocodrilo, lo que sentía aquel señor era, quizás, una de las mayores alegrías que jamás alguien haya podido sentir, una de esas que solo puedes llegar a vivir si has pasado por un infierno o si sabes que ya lo visitarás pronto.