Cierro la puerta con un portazo, un bolso en cada hombro y la playlist para soportar la línea 1 en Spotify. ¿Cerré la llave del gas? ¿Dejé las cortinas abajo? Creo que dejé la llave del lavamanos corriendo. Abro de nuevo, dos giros de llave y un caderazo es lo que mi puerta hinchada por el invierno necesita para abrirse. Ni el gas está abierto, ni el agua del lavamanos corre. Todas las cortinas están cerradas y el departamento tiene un tinte sepia y olor a desayuno. Qué ganas de no ir a ninguna puta parte.
Son dos cuadras hasta el metro, dos cuadras de gente mirándome. Obvio que saben, todos tenemos la misma pinta, todos los foráneos nos vemos igual cuando migramos de vuelta a nuestras casas. Mochila, bolso, banano, teléfono, audífonos y la infaltable cara de pico (que en realidad es opcional). El metro me recibe con su boca de dientes metálicos y su insoportable pitido de cierre de puertas. A la TNE solo le queda lo suficiente como para que a la vuelta no tenga que cargarla en Estación Central. Todo planeado, pienso yo con una sonrisa endeble.
Mi mochila y el bolso se me entierran en los hombros mientras el vagón avanza con su vaivén oruga apurada. Yo disfruto la música que arrulla mis pensamientos intrusivos. Quiero sacarle la lengua a los que están fuera del tren, que lo ven salir con triste complacencia. Más de una vez lo he hecho, la respuesta siempre es una risa. Es agradable, humano incluso, pero son las ocho de la mañana y el lujo de correr el riesgo de que alguien se enoje conmigo no me lo puedo jugar.
Llego a la calenturienta línea 1, ya media sopeada y con dolor de cabeza. Me pongo a pensar en todo lo que tengo que estudiar cuando llegue a casa.
La Línea 1 está llena de los míos: maletas, mochilas enormes, caras de sueño y estrés. Es fin de semana largo, y obvio que todos, obedientemente, vamos a tomar el metro para llegar a los terminales de buses para pasar tres a ocho horas con mareo y ganas de morir en un bus con olor a Lysoform y cloro. Estación Central queda lejos y siento que son miles estaciones las que me faltan; en realidad son solo seis, siempre poniéndole color yo. Un asiento se vacía y yo me siento con un suspiro que me sale desde el fondo de los pulmones. Miro a quienes están frente a mí: una mujer con un niño chico que tiene el celular demasiado cerca de la cara para mi gusto, el niño no debe tener más de cinco años y la madre no más de treinta; una estudiante con la misma pinta que yo, cara de sueño y seguramente mil cuadernos a su espalda; y un hombre que duerme con los brazos cruzados sobre el pecho, que huele a sudor y a pasta muro. No puedo evitar preguntarme: ¿a dónde irán ellos?, ¿habrán dormido?, ¿habrán comido? La culpa me sube lenta y viscosa por la garganta como una acidez maldita y amarga; yo sí desayuné; yo tengo gente esperándome; yo soy una malagradecida. ¿Qué sé yo si tenían que desayunar? Mi mente corre por imágenes de madres con sus hijos vendiendo cóyacs en la calle, pienso en los guardias que trabajan de noche, que no duermen durante horas con el constante peligro de ser asaltados, imagino a migrantes con sueños de una mejor vida que al llegar a Chile solo se encuentras con olor a pichí e inflación. Dejo de mirar a la gente.
El metro se para bruscamente, de la nada. Nos miramos los unos a los otros. Todos sabemos que eso es raro, que en el metro nadie mira a los ojos, pero la duda es algo humano y las respuestas no las tenemos nosotros, así que nuestra mirada divaga entre la gente y todos hacemos gestos de confusión. El vagón queda parado en una parte oscura del túnel y mi claustrofobia se presenta como un agujazo en mi pecho. Respiro lento y controlado, pero aun así mi corazón late fuerte contra mi pecho.
Pasan dos minutos y por los altavoces se escucha una voz de mujer informando con cierto robotismo practicado e inculcado: “Se ha detenido momentáneamente el tren debido a una persona en la vía”. El agujazo se vuelve más fuerte y mi mente se llena de imágenes dolorosas. Cierro los ojos y digo en mi cabeza una oración. Es ya un hábito, esto es algo común en Santiago, pero por mil años que pasen no creo jamás acostumbrarme. Alguien debería pedir por ellos, yo no soy creyente, pero puede que ellos sí, puede que toda su vida hayan creído en Dios, uno nunca sabe y en pedir no hay engaño. Estación Central está llena y mi paso es rápido mientras atravieso los pasillos mi pasaje, número de andén, número de asiento, hora. Mierda. Corro por los andenes con mis bolsos traqueteando detrás de mí y veo mi bus, le muestro mi tícket al acomodador y me subo, soy la última en subir y apenas me siento el bus comienza a andar. Tal como esperaba: está pasado a Lysoform y cloro. Una sensación de mareo me invade solo de pensar en el viaje, pero una nació aperrada y al final del viaje me espera mi casa, así que no queda otra que sentarme y esperar a que tenga los dos asientos para mí sola, un lujo mundano que disfruto de vez en cuando.
El principio del viaje me hace tener náuseas y sudar frío, pero todo eso da lo mismo en cuanto veo el mar. Los brillos me duelen en los ojos, pero no dejo de mirar hacia la luz, hacia el oleaje que crea espuma blanca, que se me antoja fresca y dulce como la leche nevada. Las florcitas al borde del camino me levantan los espíritus (dedales de oro, me llaman) y siento por fin, desde que salí de mi casa hace cinco horas, cómo la tranquilidad me agarra el cuerpo.
Mi familia me espera en el paradero del bus: mi madre, mi tía y mi tío. De un momento a otro estoy rodeada de brazos y patitas de perro que me rasguñan para que también los salude, es un ritual ya conocido. Metemos los bolsos al auto y me siento de copiloto, sintiendo con calidez cómo la posición del asiento no ha cambiado nada, porque ese es mi asiento, incluso cuando no estoy por semanas a la vez en mi propia casa.
El camino ripio nos da unos remezones mientras subimos el cerro conversando acerca de cómo estuvo mi viaje. Yo miento, siempre miento, no les cuento las terribladas de la capital, hablo solo de las alegrías, cuido con precaución su paz. No quiero que teman por mí, yo estoy bien, eso es lo que ellos tienen que creer, esa es la versión que conocen.
Abro el portón como si fuera rutina diaria y me sumerjo en el olor a primavera del aire, un olor dulce a pasto, a tierra húmeda y a brisa marina. El portón se abre con su chirrido típico y yo vuelvo presta a mi lugar en el auto. El paisaje se despliega ante mí, los valles y cerros verdes y amarillos, miles de flores cubren la tierra. La copia feliz del Edén me devuelve la mirada y siento mi mal humor disiparse con cada nuevo color y animalito.
Los enormes álamos delimitan el camino y sus hojas vibran al viento de la mañana. La casa, o más bien cabaña, se encuentra escondida entre ellos, rodeada de eucaliptus y quillayes que dan sombra y protección del viento.
La puerta de la casa se abre, el olor a hogar me invade el sentimiento y mi sonrisa se alarga. Por fin llego a mi pieza, mi pieza, no la pieza de Santiago, sino el lugar donde duermo tranquila y donde la luz de la mañana nunca es una molestia.
Mi familia tiene el almuerzo listo y comemos todos en una mesa afuera bajo los árboles. Mis perros lloran por carne y mis padres les dan, aun cuando saben que no deberían.
Por la tarde, la luz del sol brilla reflejada en el mar y camino por el borde del camino de tierra en dirección a la playa. Mi familia duerme y yo me tomo ese tiempo para tocar el mar. La bajada es entre acortadas por el bosque y caminos pavimentados; veo conejos huir de mí con su cola blanca y culebras esconderse debajo de arbustos oscuros. La luz me inunda los ojos y hace que la idea del metro, con su pesadez y desconsuelo se haga incluso más oscura.
La playa me recibe con viento y frío, pero me aferro a mis abrigos y sumerjo mis pies en el agua. El dolor se demora pero llega, una sensación de que son mis huesos los que están tocando el mar y no mi piel, que un segundo más y los pierdo en la corriente. Las olas me mojan los pantalones y todos mis esfuerzos por permanecer seca son inútiles contra el mar y su estoicismo. Las gaviotas me acompañan en mi paseo y veo atenta desde la orilla cómo se sumergen en picada. El frío me cala los huesos y mis capas de ropa son como pañuelos contra un huracán en su inutilidad. Decido regresar.
La casa está en silencio y el sol de la tarde calienta el techo de zinc, todo está bañado de luz dorada y olor a hogar, una mezcla entre madera, eucalipto y perro mojado. Tomo mis cosas de mi pieza y me dirijo como un alma en pena al living, me siento en el suelo y despliego con cierta parafernalia y rabia los cuadernos de la universidad.
Hace años que vivo en Santiago, pero jamás voy a ser santiaguina.
Viví toda mi infancia en la costa, pero ahora soy demasiado santiaguina para mi pueblo y soy demasiado pueblerina para Santiago.
Una pregunta aparece por mi mente antes de abrir uno de los cuadernos: ¿cuál es mi casa?
Imagen: parte de la exposición Paisajes monocromáticos (2023), de Valentina Améstica.
