Historia de las suposiciones

[Número 43 – 2022]

Todo estudio o teoría del arte analiza las influencias, los referentes y las conexiones de donde —eventualmente— esa manifestación artística nace. La literatura es, quizás, el mejor ejemplo de ello. Se habla de intertextos, de hipotextos, de paratextos al analizar una obra literaria tratando de encontrar alguna pista que asegure que lo que se lee es como de verdad creemos que lo estamos leyendo. Pero el tema es más profundo y complejo: le asignamos un sentido a una novela, a un poema, a un cuento; damos por —más o menos— seguro su origen de acuerdo a lo que creemos conocer porque lo investigamos, avalamos y argumentamos. Pero —otro pero— ¿y si eso que creemos, que investigamos y que aseguramos es también una ficción, una suposición más dentro de la historia de interpretaciones literarias? Es ahí donde podría estar el secreto mejor guardado del arte-literatura: en suponer que un autor escribe su obra basado en un hecho más o menos real, con referentes también más o menos reales, todo transformado en ficción —obvio— pero ahí estamos intentando descifrar.

Ejemplos de autores que se especializaron en juguetear —y engañar— con sus referencias hay muchos: Borges con su “Pierre Menard, autor del Quijote”, su sinfín de citas falsas en su sinfín de escritos; Cortázar con sus frases en alemán, en francés, en (des)órdenes inventados que más que apelar a un lector ideal, busca poner a prueba su evidente paciencia/ignorancia; Quevedo parodiando a otros escritores de su época (a Góngora) usa frases en latín “porque así parece más culto”; Vicente Huidobro contando cómo se hizo una herida en la guerra para hacerse más interesante.

El origen de una obra literaria siempre será el mejor secreto de su creador. Podrá decir mil cosas y podrá explicar mil veces de dónde él cree que esta nace, pero hay una red de suposiciones y referencias que nosotros mismos nos encargamos de construir y “comprobar”. Vemos la influencia de Cervantes en Unamuno porque este último decidió reescribir El Quijote y creó su propio estilo de novela —la nívola— tal como Cervantes afirmó ser el primero que había novelado en lengua castellana.

Vemos esa influencia porque el mismo Unamuno lo aseguraba, y dijo que sus “novelas ejemplares” eran como las Novelas ejemplares de Cervantes, también, pero mejores. Cuando leemos los Sonetos de la Muerte de Gabriela Mistral se cuelan los sonetos existenciales de Quevedo, así como el Creacionismo de Huidobro huele a Mallarmé y a Apollinaire. Todo eso lo “vemos” porque estamos instruidos para hacerlo. 

Y hay más: saber la historia de vida de un autor —esa de la que él no habla y de la que muchos críticos prefieren no hablar— puede iluminar nuestra lectura construyendo otro sistema de referencias y sentidos no explicitados por ese autor. Ahí está el caso de Benito Pérez Galdós que, afirmando ser la voz de la clase burguesa española, en gran parte de sus novelas y cuentos pone a personajes femeninos con títulos nobiliarios (condesa, duquesa), riéndose de una aristocracia mal perfilada (¿Dónde está mi cabeza?, La desheredada, por ejemplo). Pero es que Pérez Galdós tuvo un romance con Emilia Pardo Bazán —la condesa Pardo Bazán— y al saber ese dato, se entiende la serie de referencias a ese estamento social y la ironía con que lo trata. No está demás decir que ese romance no terminó bien, de ahí la burla en sus menciones.

El caso de otro español, Ramón Gómez de la Serna, que sostuvo un largo romance con otra figura de la escena intelectual española, Carmen de Burgos (Colombine), mayor que él y defensora de los derechos de la mujer. Esta historia tampoco terminó bien y Gómez de la Serna toma su revancha en la novela La viuda blanca y negra, un lujo de relato donde el clásico conflicto eros-thanatos adquiere una nueva dimensión.

Defendemos la ficción en el arte y la literatura porque solo a través de ella podemos reestructurar la realidad. Construimos nuestra realidad en base a esas ficciones —asumidas como tales, por lo hipotéticas— porque esa es la historia que nos sustenta. Lo real, pero lo realreal (¿existe?) es lo que no decimos, pero está y se cuela y aparece en esas anécdotas medio ingeniosas y sentimentales que leemos. Cervantes no habría escrito La elección de los alcaldes de Daganzo si no hubiera conocido los entretelones de la política monárquica española; Clarín no hubiese escrito La Regenta si no supiera de fuentes directas las absurdas censuras al comportamiento femenino; María Luisa Bombal no hubiese escrito “Él árbol” si no hubiese padecido las exigencias de una sociedad chilena elitista, viñamarina y patriarca, ni María Carolina Geel hubiese escrito Cárcel de mujeres sin su condena de tres años por disparar al hombre que amaba, ni Mercedes Valdivieso hubiese escrito La brecha y Maldita yo entre las mujeres si no hubiese vivido en carne propia la experiencia de ser silenciada por un mal entendido canon intelectual. Así la literatura se nos ofrece como una vía de subsistencia —y resistencia— aparentemente ficticia, con lazos descubribles hacia la realidad. Aparece ahí la necesidad de referencias.

La historia de las referencias literarias es la historia de las suposiciones mejor documentadas. La historia de la humanidad, incluso, puede ser la sucesión de ficciones mejor contadas que de tanto repetirse, termina transformándose —o creyéndose— como realidad. Eso que el arte nos cuenta es la verdad disfrazada de fantasía.