[Tercer lugar concurso literario 2024, categoría cuento adulto]
No te has despertado por completo. Apenas puedes mover los párpados. Logras ver un color amarillento sin forma. Te marea esa tonalidad envejecida. No sabes dónde estás. No sientes las piernas y eso te asusta. Quieres asegurarte de que tu cuerpo esté completo. Intentas moverte, pero es imposible. La cama es dura y, a pesar de ello, sientes que flotas. A tu lado izquierdo escuchas el sonsonete constante del lamento de una mujer. Dejas de esforzarte por abrir los ojos, se necesita demasiada energía. No sabes qué día es. Sientes que has caminado durante semanas. Las escenas se fragmentan, al igual que tú. Pero hay un último momento, una escena final. El parque. Sí, el parque es el inicio de un final, un lugar por donde comenzar. El mensaje que no contestaste. Los ratones que suben y bajan de los árboles. Eso no lo olvidas porque te da asco. Casi puedes escucharlos chillar, como si se estuvieran riendo de ti. Se te pone la piel de gallina. No es seguro caminar por el parque cuando oscurece. Pablo te abraza y Camila dice que quiere sacarle una foto a la nueva animita, bajando por el Mapocho, frente al Centro Cultural. No sabes por qué le gusta tanto todo lo que rodea la muerte. Ella cuenta la historia de la nueva difunta. El psicópata del Mapocho mató a doce mujeres. ¿Y saben cómo supieron que era el mismo hombre? Hace la pregunta como si lo disfrutara. Porque a todas les quebraba las manos después de matarlas. Por el tronar de los huesos, le causaba placer cómo crujían. Tú le dices basta, Cami, no queremos saber esos detalles. Saca la foto y ven a un grupo de adolescentes acercarse. Le dices a Pablo que caminen más rápido y a Camila que guarde su celular. En tu cabeza revolotean los miedos de tu madre, las noticias de homicidas en Santiago. Un cuerpo flotando en el Mapocho, aún se desconoce su identidad. No te gustaría convertirte en un anónimo como ese. El río es horrible, está sucio y debe ser muy helado, cosas que a cualquier muerto no le importarán, pero es mejor fallecer de otra manera. Bajan a la estación de metro. Atraviesan la ciudad por debajo y salen a una calle iluminada. Entran a un bar y se sientan para celebrar. Sí, eso hacen. Están celebrando porque te ganaste una beca. Te irás a estudiar a Barcelona por cuatro años. Un Doctorado en Neurociencias. Quieres investigar el funcionamiento del cerebro en una persona en estado de coma. Partes en unos días. Ya lo tienes todo arreglado. Pablo y tú se están quedando donde tu madre. Dejaron el departamento que estaban arrendando para partir juntos. Él está molesto, pero no lo dice. Lo ves en su expresión. Le da rabia saber que tú te hayas ganado la beca y él no, que él será el acompañante, la persona por la que tendrán que darte unos dólares extra. No quiere ser un mendigo reclamando unas migajas del Estado. Tú le dices que puede postular el año siguiente. Y él te dice que sí, a todo te dice que sí. Un olor, por una milésima de segundo, convierte al tiempo presente en presente. Te das cuenta de que el aire no pasa por tu nariz, ni atraviesa tu garganta y que, aún así, huele a enfermedad. Escuchas una voz, pero no entiendes lo que dice. Las palabras navegan demasiado lejos. Sigues con los ojos cerrados, flotando sobre una cama dura. Van tres botellas de espumante. Se ríen. Estás contenta. Camila pregunta lo que siempre pregunta cuando está borracha: ¿cómo se imaginan que van a morir? Ya sabes su respuesta: se suicidará un día. Pero no le crees. Siempre dice lo mismo. Imaginas que un día te llamarán y te darán la noticia. Llegarás a reconocer el cadáver, verás a tu amiga con la piel pálida. Y no habrás hecho nada para detenerla. No sabes si eso está mal o está bien. Hay una libertad que no puede ser cuestionada, sobre todo con la vida: nos trajeron obligados a este mundo. ¿Por qué no escoger el día de escape? A Pablo le da miedo el tema y a ti te resulta curioso, porque es algo que ocurrirá lo quiera o no. Una sombra te abraza y un abismo se asoma en tu mirada. Tú no eres capaz de pensar en el día de tu muerte, porque crees que está lejos, un horizonte que no parece nunca acercarse. Das una respuesta que no sabes si te agrada o no. Te ves anciana, con la cabellera emblanquecida. Quieres ser una investigadora reconocida, publicar libros, dar clases en varias universidades. Camila y Pablo se ríen, se burlan de la muerte, de aquellas palabras que la rodean y que no logran tocar sus cuerpos. Hay algo de irreal en la escena, como una película de bajo presupuesto. La luz se corta. Se quiebra un vaso, se oye a la gente asombrada. Camila dice que es la tercera vez esta semana. La electricidad se está convirtiendo en un bien escaso. Va y viene. Los inviernos en la capital son fríos y de vidas interrumpidas. Todos siguen conversando envueltos en esa oscuridad. Ni siquiera entra luz por las ventanas. Parece que la ciudad completa se ha apagado. Suena la sirena de una ambulancia. Se preguntan qué estará pasando. Pablo habla de una teoría conspirativa. Nunca has logrado descifrar si cree realmente en lo que cuenta sobre sus paranoias. Él dice que durante los apagones, los crímenes se multiplican. Hay cifras no oficiales. Pero no está hablando de simples robos, de homicidios. Camila pregunta a qué se refiere. Pablo menciona algo peor que la muerte: las desapariciones. No saben ustedes cuánta gente desaparece durante estos episodios. Tráfico de órganos, dice. Los millonarios compran lo que quieren, lo que necesiten de otro cuerpo vivo. Camila se ríe. A ti te produce desconfianza el relato. No puedes creer que algo así ocurra. ¿Cuánto cuesta un riñón? ¿O un corazón? La luz no vuelve. Ya no pueden seguir bebiendo. Deciden partir. Piden un Uber. Esperan en la calle, pero eso es un recuerdo inventado, sabes que ocurrió, pero no cómo. Se suben al auto. Pablo se acomoda a tu lado y suspira y te envuelve con sus brazos rígidos. Camila llora y dice que te extrañará, que buscará una manera de visitarlos, de juntar el dinero para los pasajes a España. Te concentras en el espejo retrovisor, del que cuelga el corazón en llamas de Cristo. Lo ves como si ardiera de verdad. El viaje se vuelve impreciso. Hay un hombre que sonríe, tiene las cejas gruesas y una mirada cansada. Es imposible unir los últimos elementos del final. Un sonido fuerte, un aullido, algo te devora las piernas, crujen, crujen como los huesos de las víctimas del psicópata del Mapocho. Un golpe, un silencio. El hombre que sonríe murmura algo en tu oído. Te llama la atención la bata blanca. Junto a él hay una mujer. Su voz te resulta familiar. No tiene ojos, pero corren lágrimas por sus mejillas. Intuyes que lleva llorando largas horas. Te aterra la idea de un rostro con las cuencas vacías, un agujero por el que se cuela la vida de manera inesperada. Recuerdas que el viaje a España será en una semana más. Te preguntas cuánto llevas durmiendo y no estás segura de si realmente estás despierta. Resuena el eco de algunas palabras: donante, otra vida. Tu respiración no se agita porque tus pulmones ya no te pertenecen. El corazón late con normalidad a pesar de la idea. Estás entendiendo. Las paredes amarillentas, el dolor que revolotea por la sala. El sonido de las pisadas por pasillos en los que nunca caminaste. Ahora sabes por qué flotas en una cama dura. Es el momento, tienes que moverte, dar una señal, pedir ayuda. Pero los gritos son bestias que corren y se alejan y se internan en un bosque oscuro que no logran, no logran de ninguna manera, alcanzar tu voz.