La casa de los espejos: Donoso y Couve, los padres y las hijas

Tuvieron pocas —pero precisas— cosas en común estos dos escritores chilenos que me propongo descubrir, no desde sus obras, cuestión que ya se ha hecho incontables veces, sino desde los relatos de sus hijas. Tras las muertes de José Donoso (1924-1996) y Adolfo Couve (1940-1998), Pilar Donoso (1967-2011) y Camila Couve (1963), quienes desde niñas miraron a esos gigantes sentados frente a sus máquinas de escribir y vieron las consecuencias que trajo la escritura en sus vidas, se adentraron bajo las máscaras de esos padres.

Las dos se acercaron a esas figuras de manera distinta: Estampas de niña (2018) de Camila Couve tiene menos de cien páginas, mientras que Correr el tupido velo (2009) de Pilar Donoso se extiende por más de quinientas. Pero más allá de lo superficial, se asemejan no solo por las similitudes entre ambos padres-escritores atormentados, sino también por las que hay entre ellas como hijas-escritoras.

Camila Couve mantiene todo el tiempo la perspectiva de la niña que fue, la que habla del padre al que conoció desde la inocencia y la imaginación infantil. Así, a medida que describe los muebles de su casa o alguna habitación, podemos entrever que se refleja Adolfo Couve, o quizás su sombra, pasando rápido y silencioso por el lugar. “La carretera es larga. Afuera, los árboles corren por la ventana y las vacas son figuras recortadas, todas iguales, todas una sola”. Padre e hija comparten esa visión del mundo, pero él es mencionado en pocas páginas: lo que no se dice de él es lo que más nos da pistas de su personalidad. Ese silencio se mantiene a lo largo de toda la novela, dejando tras de sí una imagen difusa pero colorida del Couve padre.

En cambio, Pilar Donoso, se propone desarrollar un libro detallado sobre su padre, sobre esa vida que quedó plasmada en la infinidad de diarios que él escribió y guardó con recelo. Esto hace que Correr el tupido velo tenga la amargura y la profundidad que también tuvo José Donoso. A medida que uno lee y se adentra en la vida de este escritor, la autora intenta que él aparezca en su máximo esplendor, pero aun así se puede ver el reflejo de la hija. En diversos momentos del libro —ella lo recalca a su pesar— su padre la describe en diarios o cartas como su enemiga, o deja ver su latente rechazo contra su persona. En estas ocasiones, ella intenta restarse de la narración y deja a su padre hablar, pero sabe que es imposible desaparecer totalmente. Entonces es ahí cuando usa la escritura como un espejo y se mira a través de él: “Al enfrentar cada página, cada párrafo, cada línea, debo recomponer nuevamente las piezas rotas, una y otra vez, para encarar la siguiente”.

La imagen que logra Camila Couve sobre su padre es similar, pero él es descrito y aparece de forma más sutil. El libro parte con la frase: “En la infancia antigua, esa que ocurrió allá tan lejos que me parece una imagen representando algo que me contaron, se ve una niña, debo ser yo”. Toda la narración está enmarcada desde esa lejanía de la memoria, donde se distinguen retazos de emociones pasadas y el padre aparece entre ese olvido que no se sabe si es forzado o voluntario. Es la distancia de los recuerdos lo que hace posible la narración, pero aun así la autora no nos cuenta todo: “No, no me pasa eso, no me pasa nada, me pasan otras cosas que tras los años transcurridos puedo analizar de muchas formas, pero no me permito ahondar porque en el fondo ya sé lo que va a salir y no sé si quiero revisar”. El ocultamiento persiste hasta después de la muerte de Adolfo Couve, hay detalles que nunca conoceremos y es en ese mismo silencio donde más sinceramente se puede observar su personalidad. Para su hija, este factor determina su relación: él es una tela con infinitos pliegues que nunca pudo conocer por completo, pero en esta narración-espejo, la herramienta que asemeja a padre e hija es un secretismo cómplice.

Es fascinante ir descubriendo la influencia que ejerce la figura paterna sobre la vida de las hijas. Pareciera que a ratos es una sombra que se cierne sobre la hija indefensa, una oscuridad que ahoga, una herencia implacable de la que es imposible escapar, pero gracias a los años y el entendimiento, y quizás sobre todo a la escritura, ambas descubren que el padre no es un enemigo y lo que les produce rechazo es la proyección que estos hombres, que primero fueron escritores y después padres, hicieron de sí mismos convertidos en personajes.

Para Camila Couve, la figura que se repite es un padre que oscila violentamente entre la alegría, la tristeza y la ira. Su madre, la artista Marta Carrasco, representa la bondad, los abrazos y los chalecos de lana. Su padre, en cambio, es un ser misterioso, rodeado de secretos y murmuraciones, a quien por momentos cree conocer, pero después de su muerte entiende que le ocultó mucho más de lo que pensaba. Adolfo Couve fue una persona insatisfecha, que buscó desesperadamente y no encontró, ni en la escritura ni en el arte, esa satisfacción que anhelaba, porque era una cumbre demasiado alta, brillante e idealizada: “El cuadro está contra el muro del jardín y arde en llamas que alcanzan el cielo. Es un fiasco. Está decepcionado con esta pintura y así, fresca todavía, acaba con lo que su mano de artista no puede hacer”. El fuego que destruye en segundos el largo trabajo es para la niña un reflejo de su padre: Adolfo Couve se va encerrando en sí mismo, alejándose poco a poco de todo lo que teme destruir.

Por otro lado, con Pilar Donoso conocemos muchos más detalles íntimos respecto a la vida de su padre, cuya historia familiar está enmarcada por la búsqueda de un lugar físico apacible donde vivir y escribir. La infancia de la hija está fuertemente marcada por el ir y venir por distintas casas y países. Esto, además de la influencia nociva de las creaciones literarias de su padre en sí mismo, convierten su relación en un juego entre las historias inventadas y las reales, mientras intenta: “Descubrir, finalmente, el rostro que se escondía tras sus numerosas máscaras y que ocultaban su gran temor a no ser aceptado por los demás”. Como anuncia desde el título, su libro es un incesante descorrer de los velos que esconden a José Donoso, el mismo que le encargó esta tarea infinita.

Así, entendemos la complejidad de las paternidades de ambos escritores, a través de la representación de sus hijas, las que también se van descubriendo a sí mismas a medida que comprenden la influencia que ejerció la creación en las vidas de ellos dos. Porque si bien los estilos de escritura de Adolfo Couve y José Donoso difieren en muchos detalles, la influencia de sus personajes en su vida personal los acerca.

En la obra de Adolfo Couve, lo autobiográfico es claro en Camondo, el protagonista de La comedia del arte (1974), ese artista retirado y desconsolado, marcado por la misma sensación de ausencia que marcó su vida. Es en Cartagena donde vive y muere, una playa tranquila que se repite en sus cuadros. En la escritura de su hija también aparecen esas sensaciones, ese pasado infinito, esa playa de brisa y arena: “La niñez es eso, la voz primera, la piel que se estira, los ojos de dulce mirada y, en mi primer recuerdo, la niña que un día fui y que se quedó bailando en medio de la sala más grande”. Así termina Estampas de niña, un final que nos deja suspendidos en el aire, como esa niña que no dejó de bailar y esa adulta que mira hacia atrás y prefiere callar.

En el caso de José Donoso, El obsceno pájaro de la noche (1970) es la obra que más influyó en su vida personal. A través de Correr el tupido velo conocemos la dificultosa y desesperada escritura de ese libro que torturó al autor durante ocho años. Él mismo se extravió por los laberintos de la casona de las viejas. Su hija lo vio perderse, encontrarse y esconderse en los recovecos de la novela, mientras su relación oscilaba entre la aceptación y el rechazo, lo que se repitió mientras Pilar Donoso leía los diarios de su padre para reconstruir el relato de su vida compartida: “Aceptar la pérdida de mi padre me ha costado casi diez años, pues la vida no era concebible sin él; me lo había enseñado así, me había hecho creer que era inmortal… y le creí”. El Mudito, el personaje principal del Pájaro, es, al igual que ocurre en Couve, una representación de los miedos y obsesiones del autor. Donoso se consideró un paria, un marginal, cuestión que se autoimpuso desde temprana edad y lo condicionó a una soledad irreparable: “Este paralelo personal con Humberto Peñaloza logró, de algún modo, teñir nuestra relación. Mezcló conmigo —y en su propia autoidentificación— este aspecto del Mudito, del ser marginal; lo mezcló con mi falta de origen”. Pilar Donoso era adoptada, cuestión que se convirtió en un aspecto definitivo de su identidad: como un ser sin origen, que no tiene límites porque no tiene historia: “Me convierte en un imbunche y en una rareza del destino”. Usando al Mudito como espejo, padre e hija también se reflejan entre sí.

Estas dos historias están regidas por luces y sombras, como todas las historias familiares, pero a diferencia de tantas otras, estas comparten otro factor esencial: la literatura. La solución que encontraron las hijas para liberarse de sus padres fue inmortalizarlos en el mismo lenguaje que ellos usaron en vida para desaparecer. Otro factor que ambas historias comparten es el encubrimiento de su propia sexualidad por parte de los progenitores, lo que invariablemente afectó la percepción de la imagen paterna que tuvieron las hijas: tras la muerte de esos padres enmascarados, ellas fueron las encargadas de reconstruir sus vidas con los pedazos que recolectaron de sus memorias. Pilar Donoso y Camila Couve son dos hijas que decidieron escribir su propia historia refractada en la imagen de su padre. Ambas se encontraron a sí mismas en esos retazos y tuvieron que decidir qué hacer con sus raíces. Y las dos optaron por la escritura, lo que no creo que sea casualidad, ya que es el mismo medio por el que sus padres exteriorizaron su sentir ahogado.

Imagen: Sin título (2021), de Dominique González García, óleo sobre madera, 60 x 50 cm.