En 1924, tras una década de escritura, Thomas Mann publica Der Zauberberg (La montaña mágica), una de las cumbres de la literatura alemana. Durante la Noche de Walpurgis, Hans Castorp, el protagonista de la novela, un paciente alemán en un sanatorio suizo, conversa con la francesa Clavdia Chauchat insistiendo en hablar el idioma de ella. En 1927, la estadounidense Katherine Lowe-Porter publica la primera —y luego muy criticada— traducción al inglés de este libro. En 1977, durante su conferencia inaugural en el Collége de France, Roland Barthes alude a su reciente relectura de la novela mientras tomaba notas para preparar sus clases. Ya en el siglo XXI, la traductora y ensayista británica Kate Briggs lee a Mann en la versión de Lowe-Porter, al tiempo que traduce las notas de Barthes al inglés y reflexiona sobre el arte de la traducción, mientras observa a unos jóvenes haciendo parkour, les lee a sus hijos la historia de un caballero que habla la lengua de los dragones o toma clases de baile los sábados por la mañana.
Esa es parte de la trama de Este pequeño arte, un ensayo que tiene trama porque es un poco novela, un poco memoria. El estilo fragmentado y profundamente literario de Briggs evoca el de su Barthes preferido, “el escritor de las conferencias y las notas para los seminarios, notas telegramáticas, elípticas, intercaladas con fragmentos hechos de oraciones completas, pequeñas expansiones de historia y argumento”. Esta es una escritura que no solo aborda el tema de manera inteligente, profunda y estilizada, sino que además nace de esa forma tan intensa de lectura que es la traducción.
Aquella intensidad se debe a que la lectura es una experiencia capaz de despertar el deseo de quien lee: el deseo de escribir, de haber escrito lo leído, de traducir. Ese aspecto casi erótico de la traducción se refleja en otra de las tramas de este libro, la relación entre André Gide y Dorothy Bussy, su traductora al inglés, cuyas cartas llenas de anhelo y frustración dejan ver el deseo amoroso mezclado con la admiración literaria, pero también en las declaraciones de Lowe-Porter, quien acuñó la frase que da título al ensayo.
Este pequeño arte, que de pequeño tiene poco, es un proceso plagado de decisiones complejas que pueden tomar años, pero en las que el público y la crítica suelen no fijarse a menos que las consideren erróneas. Esa búsqueda y resalte de los detalles fallidos, que usualmente echa por la borda todo el resto de la labor realizada, es una predisposición opuesta —recalca Briggs desde su experiencia y el estudio de casos icónicos— a “la actitud de la traductora, con su constante atención, su intensa atención, su cuidado por el todo”, ya que “su trabajo corresponde no solo a este o ese fragmento […], sino a cada una de las pequeñas partes que conforman el todo”. Por medio de una voz que cruza lo analítico y académico con lo íntimo y poético, Kate Briggs logra despertar o reavivar el aprecio de sus lectores por el oficio de la traducción, y allí es donde reside el gran valor de Este pequeño arte.
Mención aparte merece la labor del traductor, Rodrigo Olavarría, que tomó la acertada decisión de dejarse ver a lo largo del ensayo y en las notas finales, en perfecta sincronía con lo planteado por la autora.

Ficha del libro:
Este pequeño arte. Kate Briggs, tr. Rodrigo Olavarría, Roneo, 2022, 362 pp.