Tres viajes imposibles

Entre el overbooking, los accidentes y las huelgas de pilotos, tomar simplemente un avión puede convertirse en la nueva forma moderna de turismo de aventura. Vuelos sin destinos, hoteles gratuitos que te cuestan toda tu paciencia, ruegos, sudor y crujir de dientes, y a veces también la libertad y algunos encuentros inesperados. A continuación, tres viajes a ninguna parte y otras tantas aventuras imposibles.

1. París —Ámsterdam, Curazao, Lima— Santiago

Aeropuerto Roissy Charles de Gaulle: en esa extraña e inarticulada lengua en la que hablan siempre los altoparlantes, nos anuncian que el vuelo de KLM se atrasará dos horas más. Tiempo suficiente como para preguntarme si realmente quiero volver a Chile, si no temo ese reencuentro con la cesantía y el fantasma de una exnovia, y por qué, hasta cuándo y cómo… hasta que por fin subimos. Dos horas hasta Holanda.

En el aeropuerto unas decenas de beldades rubias corren de un lado a otro. Uniformes y sillas de ruedas viajan en las escaleras mecánicas. Parece que se ha quemado un rincón del Schiphol, y mientras bomberos y policías revisan las tiendas de salchichas y las jugueterías vacías, el grupo de viajeros que se ha logrado juntar desde los distintos terminales habla todas las lenguas del mundo menos el castellano. De hecho, soy el único que va a Chile. En una mezcla sudorosa de inglés aproximativo y lengua de signos para sordomudos, trato de explicar una de esas imponentes bellezas holandesas dónde queda Chile. No, no queda cerca de Surinam. No, volar a Panamá no me sirve de nada. Buenos Aires, puede ser, Montevideo, Río o São Paulo, a lo más. Pero no hay vuelos para ninguna de estas ciudades mañana. Solo a Lima. 

Bueno, si no hay otra, me resigno. ¿Qué puedo hacer ante su amabilidad de ojos azules? Lima mañana a las once de la mañana. Recojo las maletas, dejo que me timbren el pasaporte, tomo un taxi junto a un alemán calvo de amplios bigotes tipo morsa, que transporta consigo a dos tailandesas menores de edad. 

La habitación del Sheraton en la que me instalan es amplia y bien equipada. ¿Si me muero aquí —me pregunto—, si caigo al suelo víctima de un ataque al corazón, quién va a reconocer mi cadáver? ¿Quién podrá explicar qué hago en Ámsterdam? Hombre en tránsito, sin identidad segura, en la frontera de mí mismo, me parece absurdo lavarme los dientes o peinarme. Ni siquiera me atrevo a aprovechar, cual una estrella de rock, los lujos de la habitación y dejarla sucia y destrozada. Llamo por teléfono a mi madre en París para que al menos alguien sepa dónde estoy, y me quedo mirando una comisaría en la bruma. 

Nos despiertan a las siete de la mañana. No recuerdo cómo ni cuándo me quedé dormido. Bajo con las manos sudorosas y pregunto en la recepción adónde nos va a buscar el bus de la aerolínea. Me dicen que frente al hotel, cerca de una escuela. La calle está nevada, no hay ninguna escuela frente al hotel. Camino dos cuadras más y paso por un canal, un colegio y la casa de Ana Frank, pero ningún paradero.

Faltan solo dos minutos, dos minutos apenas y el bus que no me encuentra me deja en esta ciudad que no conozco. Corro agitado hacia el hotel. Le pregunto al portero. La otra puerta al otro lado. Agradezco y corro. De nuevo calles de casas de ladrillo y una estatua de Ana Frank delante de otra casa donde se supone que vivió la niña.

Ahora sí que falta un segundo para que el bus no me recoja y corro, desesperado y sudoroso, mis maletas y maletines a cuestas, por entre los montículos de nieve, hasta que veo el bus celeste y subo de un salto. 

Recién en Schiphol me informan que mi vuelo directo a Lima no va exactamente directo a Lima, sino que pasa unas horas en Curazao, donde tendré que hacer un cambio de avión para llegar finalmente a las siete de la tarde, hora local, al aeropuerto Chávez en la capital peruana.

—Pero yo voy a Santiago de Chile —le recuerdo bruscamente a la aeromoza—, no voy a Lima. —Desesperada, esta manda a llamar a su supervisora. El avión está a punto de partir, no hay otro en semanas. Me aclaran que en Lima puedo hablar con un agente de la aerolínea y que me ubicarán en el primer avión que vuele a Santiago. 

Resignado, me subo a la aeronave y después de unas cuantas horas hasta disfruto cómo esta baja lentamente por la inmensidad calipso del mar, buscando la minúscula isla verde y amarilla, con sus casas holandesas vestidas de mango y banana. Los calmantes logran que disfrute los escasos placeres del pequeñísimo aeropuerto de Curazao. Compro pasta de dientes y me lavo, y pienso que quizás a partir de ahora voy a vivir siempre así, en ese permanente paréntesis, entrando y saliendo de hoteles que no pago, de aeropuertos que se incendian, adivinando ciudades que no recorro. 

Me subo a mi avión con un ejército de madres peruanas abrazadas a sus hijos y maridos comunitarios. Chillidos, pañales, holandeses y alemanes mudando a los niños mientras las madres y las suegras despotrican contra el Perú. Finalmente en Lima, busco a las aeromozas holandesas. Me anuncian que tendré que hacer aduana en el Perú y esperar hasta mañana para tomar otro avión.

De pronto descubro que la calma y el sentido común son las peores armas cuando se trata de negociar con una aerolínea. Palidezco, tartamudeo, me pongo nervioso, y sin violencia ni sonrisa me niego a moverme de la sala de espera hasta que me consigan un avión a Chile.

Un Lan Chile, me dicen, pero en cinco horas más. Y nada de salir del rectángulo sin alimentos en el que estoy confinado. Si intento huir tendré que pasar por la policía internacional y la aduana de nuevo, y todo mi plan se estropeará sin remedio. Así que, resignado, me siento a mirar cómo una banda tropical de quince miembros ensaya sus pasos de baile sin instrumentos, mientras escucho en mis audífonos un casete en que Jean-Louis Trintignant recita En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.

2. Madrid —Río de Janeiro— Santiago

El avión de Pluna que me lleva de vuelta a Santiago después de dos años de vivir en España es, según me explica la mujer de la agencia de viajes, casi directo. Una escala pequeña en Montevideo, otra en Buenos Aires y después Santiago. Solo dentro de la aeronave me entero de que también aterrizaremos en Río de Janeiro. La escala es tan habitual en los aviones de esta aerolínea que no les parece necesario anunciarla. Decidido a tomarme todos los cambios con calma, dedico mi viaje a la alegre experiencia de escuchar todos los grandes éxitos de Alfredo Zitarrosa. Recién en Río noto que algo extraño pasa. A la tripulación le da una calurosa bienvenida un grupo de entusiastas pilotos de otras aeronaves, quienes los abrazan como a héroes. La hora de espera en el inmenso hall verdoso del aeropuerto Antonio Carlos Jobim se convierte en tres horas. Después de ese tiempo llega un grupo de aeromozas de Varig. No hablan castellano, mientras que los pasajeros, en su gran mayoría argentinos en shorts, no hablan en absoluto portugués. Desde la cima de nuestra mutua incomprensión, los líderes de los viajeros suben la voz y reclaman que los lleven inmediatamente a Buenos Aires, Maldonado o Chivilcoy.

—Esto es increíble, es la tercera vez que me pasa esto en esta aerolínea.

—Mi mamá está enferma del corazón, del corazón, ¿sabe usted eso?

Não, más calma. Vamos a un bus embora —suda la pobre aeromoza.

—Exigimos una explicación. Una explicación, si no, no nos subimos —golpetea el aire un gordo, a pesar de los intentos de su esposa por silenciarlo.

—Todos nosotros durmiendo aquí en el aeropuerto, imagínese el escándalo. Nosotros montando un quilombo aquí —dice otro manifestante, logrando el efecto contrario al que espera. Ante el temor de quedarnos durmiendo en el aeropuerto, dando conferencias de prensa, los rebeldes pasajeros prefieren resignarse y acompañar a las menudas aeromozas de pañuelo amarillo hasta los buses que nos llevarán a la ciudad.

—No es tan bonito Río, mirá, es chiquito —reclama una cincuentona porteña. Recibe el respaldo de varios compatriotas, hasta que, de pronto, el bus deja las barriadas deshechas e irrumpe en el centro, donde las barcazas en Botafogo y la inmensidad de los cerros dominan la ciudad como si este fuese el primer día de la creación. A los bonaerenses no les queda otra que resignarse ante el esplendor de la ciudad, ante su caos y su armonía, ante su lujo y su miseria.

—Teléfono —nos indican una vez que llegamos al viejo hotel Glories, en el centro mismo de Río. Nos van a llamar por teléfono, no se sabe cuándo, se encargan, algunos de nuestros improvisados líderes sindicales, de informarme. Puede ser en diez minutos o en dos días, así que podemos, sin riesgo de quedarnos sin vuelo, escaparnos del hotel y visitar la ciudad, que desde todas las ventanas nos llama.

A pesar de los reclamos y quejas constantes, vamos acomodándonos. Al lado de la piscina, tomando desayuno en la terraza del techo, abanicándonos en el jardín. Nos encontramos en los pasillos, en el ascensor, hasta darnos cuenta de que somos los únicos huéspedes de este enorme edificio inaugurado en 1922. Compartimos en argentino, uruguayo y chileno nuestras quejas, que, a medida que avanza la tarde, se hacen más livianas, casi alegres. De las maletas salen los trajes de baño, los anteojos de sol, las risas y nuevas e impredecibles amistades. 

Yo me rebelo contra el jolgorio de los pasajeros y decido caminar por Río, arriesgándome a que la aerolínea decida de pronto embarcarnos de nuevo a todos sin esperarme a mí. Subo por un cerro entre las flores y los mulatos cesantes que se restriegan las panzas en las lunchonettes. Y de pronto, temo olvidar adónde voy y por qué. Como y vuelvo corriendo hacia el hotel, donde, gracias a poner mi voz de niño desvalido más convincente, me consiguen un vuelo en una hora, en primera clase de Lan Chile.

3. Santiago —Buenos Aires, São Paulo— Nueva York

Entrenado por tantos desaires aéreos, no me impaciento cuando en Ezeiza nos anuncian que nuestro vuelo de Aerolíneas Argentinas no volará esta noche hacia Nueva York. 

Tranquilamente pregunto a la estresadísima aeromoza a qué hotel nos llevarán. Esta intenta explicarle a la turba, de pronto unida, que el copiloto tenía náuseas y que por eso no había llegado. 

Son ya las dos de la mañana cuando nos suben a los buses. Mi compañero de viaje es un anciano de San Juan que, resignadamente, lleva ya tres días viajando sin viajar, traspasado de un aeropuerto al otro de la Argentina. A su queja, afable y tranquila, se suman otros pasajeros que cuentan de ataques cardíacos, de reuniones urgentes, de trabajos y días y maletas perdidas por esta y otras aerolíneas. Les pregunto, inocentemente, por qué, si han sufrido tantas veces estos horrores, siguen volando con las mismas compañías.

—¿Cómo voy a saber que va a pasar esto de nuevo? —me responden.

A las tres de la mañana somos desembarcados en distintos hoteles del centro de Buenos Aires, en los que nos miran con cierta impaciencia. Sigo tratando de jugar a ser un espía sin nombre que no se cambia ni siquiera la camisa y duerme con los zapatos puestos.

A las ocho de la mañana, vuelta al aeropuerto.

—Vas a ver, no vamos a partir —me dice una cuarentona rubia. Yo no quiero creer, yo sigo esperando que el Dios del aeroespacio recompense mi paciencia y sabiduría y me deje, esta vez, volar sin sufrir. Pero la rubia tiene razón, y después de dos horas de espera una aeromoza nos cuenta que el copiloto no se ha mejorado de sus vómitos y el resto de los reemplazos están demasiado cansados para llevarnos.

—¿Cuándo partimos entonces? —se le ocurre a un inocente preguntar. No se sabe. Nos intentarán situar en otras aerolíneas en la semana, quizás.

Un americano gime como Hulk:

I don’t understand spanish.

Nadie sabe qué hacer. Vuelve apoyado por otros americanos de sombreros, sus pólizas de seguro en la mano, hasta que por fin encuentra a un auxiliar bilingüe.

Pero en inglés el panorama no es mejor que en castellano. Una voz a lo lejos dice que hay huelga de pilotos, que la última vez que algo así sucedió, los pasajeros se quedaron semanas esperando.

—No hay huelga —gritan las aeromozas, intentando calmar el descontento general.

Pero nuevamente los gritos no sirven de nada, no hay dónde más ir que hacia donde nos dicen nuestros captores. Tenemos que volver a pasar por la Policía Internacional, volver a buscar nuestras maletas, y hacer una fila para que nos instalen en un hotel y otra para inscribirnos en un posible vuelo.

Otros vuelos se cancelan junto al nuestro, y la fila se hace interminable y lenta, interrumpida por otra microfila, o por verdaderos núcleos de pasajeros que intentan sacar de cualquier persona con uniforme algún atajo, un vuelo, la sombra de una esperanza. Gritos, niños que se desmayan, gente que descubre toda suerte de enfermedades urgentes, empujones y reclamos, estómagos —son las dos de la tarde— que gimen, frentes que sudan —estamos a treinta grados—, hasta que, finalmente, me dan el nombre de un hotel y el dinero para tomar un taxi. 

Al menos —sigo en medio de mi desesperación, consolándome— el Hotel Presidente tiene un cierto encanto de novela de Puig. Respiro la ilusión de un provinciano que visita por primera vez Buenos Aires, y queda en pleno centro, en la calle Cerrito, cerca de la avenida Córdoba. 

Y nuevamente la incerteza. Los que cometimos la imprudencia de irnos del aeropuerto, huyendo de la hambruna y el calor, estamos muy atrás en la lista de espera. En dos días más, o tres, es posible que me encuentren un vuelo, y ni hablar de que sea directo. Están ahora hablando en términos de Miami-Boston-NuevaYork,-Caracas-Miami-Nueva York. Llamo una y otra vez, una y otra vez me derivan a otro teléfono, donde solo conecto con una operadora de voz estresada y luego otra indignada. Esto hago hasta que por fin aparece la sombra de un vuelo, mañana en la tarde hacia São Paulo y de ahí, dos horas después, a Nueva York.

Tengo un domingo completo para mí en Buenos Aires. Según todos los meteorólogos, es el día más caluroso del año. Toda la ciudad parece haberse retirado a sus casas a escuchar sus ventiladores silbar y a sus locutores de fútbol chillar. Camino hacia Recoleta, por la vereda vacía y después por el centro. Una súbita sensación de libertad se apodera de mí, como si para siempre me liberara de la sensación de estar preso en los caprichos de la aviación para disfrutar, sin dirección ni esperanza, el viaje en estado puro. Para celebrar me siento en la Biela, frente al cementerio de la Recoleta, y pido un Cinzano con cientos de pequeños aperitivos en sus ínfimos platillos.

Ni en primera clase tengo derecho a tantos lujos. A veces no llegar tiene su encanto. Esto me lo repito a mí mismo mientras sigo mirando mi reloj, preguntándome si no me habrán llamado en el hotel para confirmar mi plaza en otro vuelo. Y de repente no sé si tanto me interesa llegar.

Imagen: Parte de la exposición Relatos pasajeros (2020-2024), de Valentina Améstica.