Un amor

Una buena cantidad de minutos lleva la trasmisión mostrando las afueras del parque. La imagen pareciera estar congelada, sin embargo, allí va un carrito de la organización y, también, una familia en bicicleta. Más que contribuir a aligerar la espera, la cortina en bucle se encarga de poner los nervios de punta, de una manera muy similar a como ocurría al abrir una tarjeta musical. En el poco aire que ofrece el plano se pueden apreciar cientos de casas blancas, una al lado de la otra, haciendo equilibrio para no venirse abajo en efecto dominó. Es cosa de segundos para que el clamor de los asistentes reemplace a aquella cancioncita de acompañamiento y aparezca en medio de la pantalla una placa con el logo del festival.

La cámara efectúa unbarrido aéreo por este parque y su gente (en una ilusión óptica que trae a la memoria esos primeros videojuegos de campo de batalla, nada en ese paño de tierra parece tener relieve, ni las torres de los stages ni los pocos árboles a la redonda, mucho menos aquel charco con patos y esas manchas de moho en el cemento, donde la gente se echa a descansar). La pareja es uno de los grumos de una masa dorada al calor de ese pacato sol de octubre. A pesar de vestir, ambos, unos jeans gruesos regateados en la ropa americana, un viento fresco les repta por las piernas. Daniela y Carlos no tienen muy claro qué es lo que hacen allí, drogados, privados de aire, prestándose para ser apachurrados; porque lo que son sus respectivas familias y la consejera fueron enfáticos en comentar que, en situaciones así, lo más sano siempre será tomar distancia; a sus cortos veintitantos años han ido superando pelea tras pelea, algunas, verdaderas guerras; con todo, ninguno había involucrado un “externo” (como le dice ella), hecho parte a un hippie “depravado”(como le dice él), en la relación, y así como toda primera vez, les duele, y mucho.

En la terapia de pareja les avisaron que no sacan nada con evadir los dolores. Con la de hoy ya son demasiadas las veces que no hacen caso . Y es que ni uno se encuentra listo para sentir la dicha traída por el enamoramiento abandonándolos, por ende estarían locos si hicieran eco del pragmatismo de la consejera, el desabrigo les congelaría las costillas y cualquier golpecito las quebraría, lo que es ahora (y conahora se refieren a un tiempo indeterminado), les gusta más la idea de seguir acompañados, al estilo de una anciana sintonizando muy temprano el matinal, claro, esto no será para siempre, la desunión con el resto del mundo tendrá lugar, el asunto es que no sea ahora.

Desembolsaron una buena suma de dinero por el derecho a ocupar una de esas porciones de tierra. A ratos, sin quererlo, chutean cosas que no logran identificar. Carlos quiere saltar, pero por más que lo intenta no consigue pisar simultáneamente con ambos pies, como para darse impulso. Pero a eso vino, a saltar y a gritar, así que apenas ve la posibilidad relucir, dobla las rodillas y luego se separa del suelo. Es lo que necesita. Continuará intentándolo. Ha de llegar un instante en que consiga dar tres brincos consecutivos.

Daniela siente la nariz anestesiada y la garganta algo agria y pregunta: “Oye, dime, ¿Te sientes el centro del universo?”. Y Carlos, cuyo principal deseo es, al final del día, haberle sacado el mayor de los provechos al festival y sobre todo a la droga, salta cada vez que las oleadas se lo permiten, se toma bastante en serio la pregunta, después de todo, esta incorpora las palabras sentir y universo, y mejor todavía, también a su persona, y responde que sí. Si dijera otra cosa estaría mintiendo. Daniela le grita al oído algo que el ruido ambiente, en el trayecto, derriba. “¿Qué?”,pregunta Carlos.“¡Que si es así cómo no voy a estar feliz!”, grita más fuerte, Daniela. La mesa de sonido es un ábaco al cual, conforme avanza la jornada, se le van colocando argollitas. El sonido crece y para el cierre rebalsará los lindes de ese enorme parque que durante el año es visita ineludible de muchas familias. Una pantalla con las dimensiones de la de un cine y robots casi del mismo porte secundan el show de los artistas en el escenario. Los patos volaron hace un rato y en la laguna los botecitos a pedales, amarrados al muelle, aguardan obedientes. El agua, antes celeste, a esas horas se confunde con el cielo nocturno.

Así como las líneas en la pantalla de un ecualizador, el gentío ondula y, juntos, más que un sabaneo, dan la impresión de ser un mar picado. Con frecuencia, el director de la trasmisión pinchaciertos tramos del público: parejas besándose, mujeres exhibiendo las tetas, gente eufórica extendiendo banderas de países. Daniela está convencida de que alrededor suyo hay barreras de calor impidiendo la libre circulación del aire y, a momentos, puede incluso sentir que le queman una mano o los perfiles de la cara y debe tratarse de algo más que la K en la sangre; tal vez sea el calor radiado por esos cuerpos tumultuosos el que le insufla a esos espacios temporales, frutos del rebote de los mismos cuerpos, también a esos pasillos fabricados a la fuerza con el objeto de acercarse o alejarse del escenario, esta temperatura endemoniada, una que nada tiene que ver con los dos grados por termómetro de la noche santiaguina.

Esta canción le fascina, aún más que las otras, así que Daniela, cuyo achatada figura debe conformarse en cada recital con esperar aquellas oportunidades en que las cabezas se alinean y desobturan esos pasadizos donde por un segundo consigue ver la acción en el escenario, se gira bruscamente a su derecha y grita ¡Ahora!; Carlos reconoce que es tiempo de aupar a su polola, más allá de él. Por un instante es feliz. Una canción siempre ha sido el trato, de esto ya hace mucho, allá por los primeros conciertos.

La última pelea no pudo con ellos. Pero casi. No lo han pactado así, pero no les queda otra que intentarlo una vez más. Además no cuesta nada —llevar a dedo, hacer piecito, se debe ser solidario, con quien sea, en toda ocasión—. Hay un par de parejas en la misma, con sus partes ensambladas. De un tiempo a esta parte (puntualmente, la semana cuando supo que le habían sido infiel), Carlos ha empezado a ir al gimnasio, se haya mucho mejor preparado antes el peso de ella sobre sus hombros se convertía en un suplicio semejante a mantenerse vivo sin ayuda de alguna sustancia o distractor.

El set de luces genera una atmosfera de estridencia y desasosiego, juega mucho con irse a negro para luego resarcirse en un estallido, un relámpago en medio de la noche, saturación lumínica, entreverada con un bombardeo de flashes estroboscópicos. Los dos parlantes principales, equipos de más de veinte metros que, por su ubicación a los costados del escenario y bombeo persistente, son asociables a unos pulmones, la sacan (literalmente) del estadio; la músicatrasciende por varias cuadras los márgenes del parque, siendo a esas horas de la noche el tema de conversación entre los vecinos del sector.

Carlos se agacha un poco y Daniela le trepa la espalda. En dos tiempos, ella se encuentra sentada en sus hombros. El aire, en esa nueva altura, sopla con firmeza, alcanza para tensar la piel de la cara. Ahora puede ver directamente a los músicos, los tiene a una distancia en la que no han sufrido un empequeñecimiento tan patente. Influido por el LSD, Carlos percibe las almohadillas entre vértebras molerse y es cuando su espina dorsal, como si de un acordeón cerrado se tratara, termina de comprimirse que una sensación abochornada lo pone en alerta y siente temor; afortunadamente para él, su realidad objetiva (su verdadero tamaño) no es congruente con su peregrinaje lisérgico; es una cuestión fáctica: para todos los demás —salvo algún otro drogo no ha perdido un centímetro con Daniela arriba. 

Junto a otros objetos que trazan parábolas en el aire, una pelota inflable, en la cual cabría una persona burbuja, rueda por sobre el bloque ardiente y monolítico en que se transformó el público hace ya horas, cuando estaba claro todavía, ahora es de noche y en cada haz de luz el humo ha encontrado la manera de existir. Huele a hierba y también a magnesio quemado, a causa de una bengala. Con los brazos apuntando al cielo, en un intento de tender un puente con las estrellas, Daniela se debate entre si quedarse en sostenes o no; en eso, la pelota le impacta en la cabeza y sigue su curso por la superficie de la masa. No lo puede creer, dos cascadas le caen por las mejillas, gimotea, las pastillas mezcladas con sangre la pusieron demasiado sensible y emocional. Haberle hecho lo que hizo a Carlos, aun cuando él también le ha hecho cosas malas, cosas hasta quizás peores, la ha estado obligando a renunciar a ser ella misma, no soportaría volver a dañarlo, de ninguna manera. No pasan más de tres segundos. La deliciosa voz de las coristas la hacen olvidar y en lo que resta de canción no deja de agitar brazos y cabeza, y lanzar gritos que a su garganta no le va a convenir enfriarse. Olvida, que cumplirá casi una canción sin pisar por ella misma.

Es la primera vez que el ritual coincide con la última canción. El cantante, un sujeto con una partidura al lado y exceso de maquillaje, se quita la guitarra y se la entrega a otro hombre, luego agarra el pedestal del micrófono. De todo lo que dice al despedirse solo se le entiende: “shilii”. Tal como lo habían ensayado, Daniela se apea, resbalando por la espalda de Carlos. Una vez abajo, la ausencia de ruido y empujones la hace sentir extraña. A Carlos le ocurre igual. Tras las presentaciones a mitad de la tarde, creer por un tris que el sol y la luna son el mismo cuerpo celeste, dan igual sus planes a futuro, sí o sí, les va a ser difícil hacerse con alguna cosa que se le parezca a lo vivido, de modo que el vacío vuelva a llenarse.

En las primeras citas, cuando sentados en sus butacas veían surgir los créditos y la sala quedaba más a oscuras todavía, experimentaban eso a lo que la gente llama silencios incómodos. Es esperanzador. No se hubieran imaginado que aún había más de estos silencios. Oye, de verdad perdona, dice Daniela. Se miran a los ojos, al eclipse en el centro de sus ojos; a pesar de lo cambiados que están, el otro sigue allí, en lo hondo. Y no creas que dije que estoy feliz de dada vuelta, de verdad lo estoy. Sabes, creo que dentro de todo, esto es un amor. Uno de los muchos existentes.

De pronto, sin quererlo, abrazados ellos dos en la mitad de la cancha, con el resto de la muchedumbre dirigiéndose a las vías de evacuación, han adquirido la forma de un retrato hermoso y pacífico, uno cinematográfico; a la vez, la de un tipo de vida, sobradamente, más vigorosa que la promedio, insoslayable para cualquier corazón vivo o persona con un mínimo de sentido del espectáculo, y Daniela y Carlos, besándose, mimándose, como tantas veces lo hiciesen en la intimidad, son exactamente la historia con que el director de la trasmisión decide dar por finalizado el programa; entonces, es un close up el que va abriéndose, así como si un ave se llevará consigo la cámara a un lugar distinto, hasta acabar muy alto, en un plano general del parque y las casitas dominó, aún en pie.