Ana y el paraíso perdido: Lectura sobre el cuento “Amor” de Clarice Lispector

Clarice Lispector, en su libro de cuentos Lazos de familia, publicado en 1960, mantiene una constante: la realidad del/la protagonista es interrumpida por un suceso trivial que desestabiliza su mundo. Luz Horne aclara que la narrativa de aquel libro consiste en “la recuperación de un lazo primario, familiar, íntimo y afectivo que ―de repente― se vuelve extraño y ajeno, se desfamiliariza” (1). Este lazo no se genera sencillamente con algún familiar, como es el caso del cuento homónimo, “Lazos de familia”, donde lo que produce la rareza es un contacto físico accidental entre Catalina y su madre, sino que se genera incluso con extraños. En el cuento “Amor” es el encuentro con un hombre ciego lo que triza la normalidad del día de Ana. Este suceso, sin ningún contacto físico, solo visual, y por una de las partes, hace que Ana sienta un exceso en sus sentidos: “El calor se volvía más sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas” (Lispector 50). Es a partir de este momento cuando la mujer comienza a tener una experiencia de terror y fascinación por la vida, que la lleva a querer vivirla, perdiéndose por instantes en sus pensamientos mientras observa el Jardín Botánico, entendiendo que en este “se hacía un trabajo secreto que ella comenzaba a advertir” (Lispector 52). Se fija en los pequeños acontecimientos, una araña en un árbol, un gato que cruza frente a ella, un gorrión escarbando la tierra, el sonido de las ramas de los árboles moviéndose al viento, “la crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos” (Lispector 52). Es en el curso de la vida donde el ciego guía a Ana y que lo descubre en el Jardín Botánico, esa vida que perece es parte de ella y no de su realidad perfectamente controlada.

Al describir a Ana, Miguel Cossío Woodward aclara que “no es un personaje atrofiado, abúlico, irremediablemente alienado de su propia naturaleza” (20). No es una protagonista que vive en una fantasía creada por sí misma, sino que es la representación de la mujer doméstica que la sociedad moderna espera. “La mujer es, en estos mensajes publicitarios, una verdadera ejecutiva de las labores domésticas: es capaz de asear a los niños, limpiar la casa, cocinar e ir de compras con la velocidad y efectividad propias de una profesional especializada en su campo laboral” (Cisterna 80). Ana en un comienzo no se describe más allá de sus funciones de madre, esposa y dueña de casa; sabemos que tiene dos hijos buenos que crecen, se bañan, exigen y se malcrían, y corresponden a momentos cada vez más felices; también que es ella quien habla con el cobrador de luz, llena de agua el lavabo, atiende a sus hijos, dispone de comida la mesa para cuando llegue el marido con una sonrisa de hambre (Lispector 47). Ella está en todas las labores, se mantiene ocupada todo el día, cuando ya no tiene trabajos dentro de la casa sale a hacer las compras o a mandar a arreglar algo. Su lema es “todo es susceptible de perfeccionamiento”.

Esta vida “perfecta” corresponde en realidad a una fantasía construida por Ana. Como se demuestra, es una mujer que constantemente está haciendo cosas ¿Por qué? Porque escapa de aquella hora de la tarde donde ya no tiene qué hacer y su mente puede vagar fuera de las paredes de su hogar, tal como menciona Kristeva, “las mujeres no dejan de hacer ―y de hacerlo todo― porque no creen en ello; creen que es una ilusión” (cit. en Girona 103). La vida de adulta de la mujer no es un hecho real, sino que ha sido manipulado por ella misma, por lo tanto, está en conocimiento de la falsedad de su mundo, pero ha decidido mantenerse ciega: “En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar sorprendente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad” (Lispector 48).

Mientras que en otras ocasiones se nos confiesa que ella ha sido quien ha modificado su propio camino para calzar con un ideal: “Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas” (Lispector 47); “A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo quiso ella y así lo había escogido” (Lispector 48); lo hace pasar como si hubiese sido trabajo del destino darle un hombre e hijos de verdad, pero esos caminos torcidos pudieron haber sido así por las semillas que la misma Ana plantó para crear su vida de adulta. En otras palabras, Ana es una mujer que ha sido proactiva en toda su existencia, quiso una vida perfecta, y así lo consiguió, no se mantuvo en la fantasía, sino que directamente la ha creado con un perfil de “realidad”, pero esa creación sigue siendo un artificio. Se aísla en esa artificialidad sin advertir lo que sucede en el mundo real, como la muerte misma de la que se da cuenta en el Jardín Botánico, o incluso al ver al ciego, un hombre que, dada su condición, debe imaginar su entorno. Ante esto, Ana siente piedad, pues no es todo perfecto como ella lo aprecia. Ya Girona repara en que “para Lispector la emergencia de lo real desarticula el imaginario y así narra su caída. Este encuentro se expone en forma necesariamente trivial, resaltando lacontingencia de sus circunstancias” (110). Al primer momento que Ana ve al ciego su imaginario se desmorona, dando paso a la emergencia real, la vida perecedera, imperfecta.

Lo real, entonces, intenta ingresar al imaginario que corresponde a la vida perfecta. Sin embargo, existe algo aún más profundo en el cuento, y es la analogía entre Ana y Eva. ¿Es Ana la Eva que se resistió a comer la manzana y que finalmente no fue expulsada del Paraíso en el que convive con Adán? Las construcciones de la vida dentro de la casa con la del Jardín Botánico resultan moralmente contradictorias: “Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias regias flotaban, monstruosas” (Lispector 52).

En esta primera instancia, donde recuerda a su familia, siente un asco que no se le hace extraño, sino que recae sobre ella las vivencias ya pasadas, en las que ha estado embarazada y abandonada. Es la instancia donde deja de ser ciega y ve por primera vez su realidad, que es un mundo donde existe lo malo y lo bueno, lo brillante y lo sombrío, lo hermoso y lo monstruoso. La realidad no se adueña solo de lo positivo de la vida, sino que es una mezcolanza de blanco y negro. Es otro el caso de la casa de Ana, donde se forja el imaginario: “Abrió la puerta de su casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de la ventana brillaban, la lámpara brillaba. ¿Qué nueva tierra era ésta? Y por un instante la vida sana que hasta entonces había llevado le pareció una manera moralmente loca de vivir” (Lispector 53).

Su casa está impecablemente limpia, sana, representa solo el lado bueno, hasta que entra Ana y trae consigo lo peligroso del exterior, incluso comienza a ver la muerte en distintos rincones de su hogar, como en haber pisado a una hormiga en la cocina, saber que hay una araña en la estufa, o botar las flores marchitas del florero. Sus pares no perciben lo que sucede alrededor, y siguen inmersos en la fantasía del mundo perfecto: “cansados del día, felices al no discutir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano” (Lispector 55). Están al interior de una utopía, donde la mujer realiza todas sus labores domésticas sin un solo reclamo, donde el hombre regresa feliz del trabajo, donde no se discute, se ríe y se cree que son bondadosos porque no ven precariedad a su alrededor. Y Ana vuelve a la ceguera al terminar el día: “Tomó la mano de la mujer llevándola sin mirar hacia atrás, alejándola del peligro de vivir” (Lispector 56). Su esposo la aleja del pecado, de ser expulsada del Paraíso en el que viven, mientras “el ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico” (Lispector 55) cual serpiente provocadora.

En conclusión, la vida privada en la sociedad moderna, donde puede interferir el hombre, corresponde al Paraíso donde está Eva y Adán, mientras que el ciego es la representación de la serpiente que convence a Eva de comer la manzana prohibida. En esta situación, el Jardín Botánico es lo que está fuera del Paraíso, mas no equivalente al Infierno. Ana confiesa temerle al Infierno por la belleza que ve en el Jardín, sin embargo, en la construcción del mundo de Lispector, arriba es abajo y abajo es arriba. Es decir, el Paraíso, la vida privada, corresponde el Infierno, donde se desarrolla el ideal masculino de una mujer doméstica; mientras que el Jardín, el cual se muestra como la confluencia de lo bueno y lo malo, es el único lugar donde la mujer puede lograr la intimidad consigo misma, pues Ana “constituye el espacio íntimo para el disfrute de los otros, quedando ella al margen de los beneficios del mismo” (Cisterna 64). Ella no tiene un “núcleo protegido y medianamente cerrado de lo privado” (Cisterna 56), su ocupada vida de mujer del hogar no le permite tener ese momento en que desarrollar su propia subjetividad, y poder construirse como un sujeto moderno y no solo como una igual, mujer que se dedica a la esfera privada.

Bibliografía

Cisterna, Natalia. “Los espacios público y privado y la configuración de género sexual”. Entre la casa y la ciudad. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2016. 29-88.

Cossío Woodward, Miguel. “De Clarice”. En Clarice Lispector. Cuentos reunidos. Madrid: Siruela, 2013. 11-29.

Girona, Núria. “Indecibles e imposibles de la escritura: Armonía Somers y Clarice Lispector”. Lectora (1995): 101-114.

Lispector, Clarice. Cuentos reunidos. Madrid: Siruela, 2013.