Que no destrocen tu vida

Magdalena abre los ojos. Tiene 26 años y su novio, que tiene 32, se da vueltas en la cama como si estuviera incómodo. Ella, recostada hacia el lado contrario, luce ojos de angustia.

—¿Puedes apagar la tele, por favor? Me molesta el ruido para dormir.

—Lo que pasa es que me ayuda a no tener pesadillas.

—¿A qué te refieres?

—Es que las voces de los programas se terminan mezclando con mis sueños.

—¿Y sin ellas tienes pesadillas?

—Sí.

—¿Por qué crees que pasa eso?

—No sé, pero siempre pasa.

—Está bien, entonces la vamos a dejar prendida.

—¿Me quieres? ¿Me quieres de verdad?

—Sí, obvio, ¿por qué lo preguntas?

—Digo, ¿me quieres igual que cuando me conociste? ¿Recuerdas cómo éramos?

—¿Quieres hablar de eso ahora?

—Tomaré eso como un no.

—Te quiero igual que cuando te conocí, no deberías dudarlo.

—No te creo, lo dices porque te presioné.

—Ya, es suficiente, dormiré.

—No entiendes nada, nunca he conocido a un hombre que entienda algo.

—Lo que no entiendo es por qué haces todo este show ahora.

—En verdad no sé por qué pensé que podías entender esto.

El hombre se levanta y se sienta en la cama.

—¿Entender qué? Explícamelo ahora para poder descansar.

—Mira, antes nos quedábamos mirando y parecía que no existía nada más, ni la casa, ni las cosas, ni los estudios. Nada. Ahora es al contrario, solo existen los otros temas. No nos miramos, pareciera que tenemos miedo a hacerlo.

—No sé qué cuento te estás pasando en la cabeza, pero me aburrí, me voy a dormir al sillón.

—¿Acaso no puedes resolver un tema como la gente? Siempre me haces lo mismo, siempre te arrancas.

—Quizá porque no soy gente, quizá soy un animal o algo así, si al final siempre me has mirado en menos.

—¿De qué estás hablando, hueón tonto? Nunca te he discriminado por nada.

—¿Hueón tonto? ¡¿Hueón tonto?! Eso, insúltame, date ese gusto.

Magdalena se agarra la cabeza con las manos. El hombre camina hacia la puerta. Ella se levanta con rapidez y lo afirma de un brazo.

—No te puedes ir así.

—Suéltame, yo me puedo ir cuando quiera, esta no es mi casa, es tuya, no tengo nada que me obligue a quedarme.

—¿Te quieres ir? ¿Quieres dejar todo tirado? ¿Otra vez?

—¿Dejar qué tirado? Nadie cree que te merezca.

Ella se aleja unos pasos y lo mira a los ojos, luego mira hacia un lado, hacia un punto muerto en la pared sobre el respaldo de la cama de dos plazas.

—Quizá eso tenga un motivo, aunque nunca te he recriminado nada.

—Así que eso es lo que pasa acá, tienes quejas. Dilas, di que te molesta que no pueda conseguir trabajo, que sea un pobre hueón que no tiene ni uno.

—Esas son tus palabras, no las mías. No eres una víctima. Es típico de los hombres, las mujeres somos tan distintas, de una manera que ni siquiera puedes imaginar.

—¿Por qué siempre hablas de eso? ¿De esas diferencias? ¿Me quieres decir algo con ello?

—Estás paranoico, mejor ándate al sillón, duerme allá y no me hables mañana ni en toda esta semana.

—¿Todavía sigues pensando en ella, cierto? ¿Se han comunicado? Estoy seguro de que sí. Respóndeme esto ahora: ¿por qué estás conmigo?

—Cállate imbécil, no tienes idea de nada, no te atrevas a meterla en esto.

—No me vas a callar más, ya no soporto esto.

El hombre, ahora con los ojos enrojecidos, le pega dos golpes con la mano derecha a la pared. Se detiene unos segundos a mirarse los nudillos y camina hacia un sillón, se sienta y prende un cigarro. Ella lo sigue decidida.

—¿Qué es lo que no soportas? ¿El departamento que yo pagué? ¿La comida que te compro?

El hombre llora mirando hacia el suelo. Ella se sienta encima de la mesa que está enfrente de él. Lo agarra de los brazos y lo agita.

—Despierta, ¡despierta! ¿Cómo no te das cuenta? Siempre te quedas callado y nunca me miras realmente. ¿Hasta cuándo, hueón? ¿Hasta cuándo tendré que soportar que nunca me mires realmente?

Ninguno de los dos dice otra palabra. Lo único que impide el dominio del silencio es el ruido del televisor que sigue prendido.

* * *

Magdalena abre los ojos. Tiene 41 años y está sentada frente a un celular. La casa que habita está casi vacía. Levanta el aparato, duda y lo vuelve a dejar en su lugar. Apoya la cabeza en su puño y después de unos minutos lo levanta de nuevo. Marca un número. Una voz femenina se asoma.

—Aló, aló. ¿Quién es? ¿Hay alguien ahí?

—Hola, sí, soy yo, Magdalena. ¿Cómo estás?

—¿Magdalena? Todo bien por acá. ¿Por qué me llamas? ¿Pasa algo?

—Nada, solo quiero saber de ti, de qué ha sido de ti este último tiempo.

—¿Qué quieres saber? No tengo mucho que contar.

—No sé, dime, ¿qué hiciste hoy?

—Estuve cuidando a mi marido, que se enfermó. Ha estado vomitando todo el día.

—¿Y las cosas van bien con él?

—Sí, como siempre, no creo que después de tanto tiempo podamos llevarnos mal.

—¿Qué quieres decir?

—No lo tengo muy claro, no es algo que haya pensado mucho, pero supongo que nuestros defectos ya no le importan tanto al uno ni al otro, es como que solo pasa el tiempo y quemamos las mismas etapas que cualquier otra pareja.

—Lo entiendo.

—¿Es la respuesta que esperabas?

—Creo que sí.

—¿Por qué me llamaste? No sé de ti hace mucho tiempo.

—Es que me acordé de algo, de una cosa que vivimos en el colegio.

—Magdalena, ¿estás bien?

—Es que recordé cuando te quedabas en mi casa, cuando teníamos unos trece o catorce años.

—Sí, a veces también me viene eso a la mente, éramos buenas amigas.

—¿Recuerdas esa noche en que llovía y hubo un temblor?

—Sí, recuerdo que estábamos muertas de miedo.

—¿Recuerdas que por eso dormimos juntas y abrazadas? ¿Que en un momento nos miramos a los ojos?

—No sé si puedo recordar con tanto detalle.

—Inténtalo, fue cuando nos miramos a los ojos durante un rato, me dijiste que me querías y nuestras piernas se enredaron, formando un candado entre nosotras, para que así no hubiera movimiento que nos impidiera dormir sin el calor de la otra. Para mí eso fue muy extraño, fue como si nos hubiéramos puesto de acuerdo sin necesidad de decirnos algo. Yo siempre me acuerdo de eso, la escena completa: nosotras, las cortinas amaranto iluminadas por los faroles de afuera y nuestras respiraciones tímidas.

—¿Por qué me hablas de eso ahora?

—Para mí fue una noche especial, al igual que otras. ¿Acaso no te acuerdas que solíamos dormir tomadas de la mano? Aunque tú estuvieras en el colchón que te acomodaba mi mamá al lado de mi cama, era un requisito de nuestra comodidad.

—No entiendo qué quieres decir con eso.

—¿En serio no entiendes?

—Creo que lo mejor es que no hablemos más.

—Por favor, dime que para ti fue al menos algo similar.

La llamada se corta. Magdalena, resignada y con lentitud triste, apaga el celular y lo deja a un lado, y luego se queda quieta unos minutos como esperando que algo suceda. Nada pasa. Entra en una habitación, prende la televisión y le sube el volumen. Se recuesta y mira al techo.

* * *

Magdalena tiene 67 años. Está sola en una casa que tiene un ventanal desde el que se puede ver una amplia y verde pampa que recibe una lluvia invernal. El ruido de las gotas se mezcla con el de la televisión. Ella, sentada sobre el borde de la cama, mira las noticias, hasta que, aburrida, suspira y la apaga.

Magdalena se levanta y observa la lluvia y las nubes negras, mientras su mano izquierda acaricia las arrugas que desde hace algunos años vienen apareciendo en su cara. Vibra su celular, pero no le presta atención. Solo contempla a través del vidrio el paisaje a la vez que pareciera que rememora una escena. Sus labios con timidez esbozan algo similar a una palabra, la que, sin embargo, se arrepienten de querer pronunciar y no se vuelven a mover.

Magdalena se acuesta en su cama de una plaza y se acurruca en posición fetal. Calienta una de sus manos entre sus piernas, toca su cuerpo, se toca la pelvis, sus movimientos se tensan y su respiración se agita. No dice nada. La lluvia se detiene. Se acaban los sonidos.

Magdalena sale de la habitación, luego de la casa y, ya sobre el pasto húmedo, grita, grita mucho y se pega en la cara durante unos minutos. Nadie la escucha, y no puede evitar sentir cierta familiaridad con respecto a esa sensación, a esa orfandad. Vuelve a entrar a la casa. Ya es hora, se dice. Se sienta en el piso frente a su cama y sonríe con tristeza. Su celular vibra, pero de nuevo lo ignora. Ya es hora, se dice de nuevo. Inhala mucho aire y exhala lentamente, varias veces, mientras sigue repitiendo lo mismo. Lo hace hasta que cierra sus ojos y le dice con un susurro a Dios: “Perdóname”.