Sonata de medianoche
Dicen que, si te mantienes despierto, a medianoche podrás escuchar una sonata.
La verdad es que nunca la he escuchado, son simples rumores que corren por ahí y si yo apenas me mantengo despierta en las clases de la mañana, no sé cómo podría hacerlo para supuestamente escuchar una sonata.
Según una amiga, si las personas la escuchan deberían hacer algo, mínimo ver por qué ocurre. Parecía muy alterada cuando lo dijo, pero cuando pregunté al respecto, simplemente me pidió que lo olvidara.
Ahora es de noche, no debe faltar mucho para que se escuche la supuesta sonata.
Maldigo a la profesora de historia y sus trabajos grupales; más que fomentar la convivencia, fomentan el odio y el estrés. Lo único que rescato es que podré saber si la sonata es real o no y, de paso, saber qué la provoca.
Imagino que será un curado que canta o un cabro chico que busca molestar en el vecindario. Mi imaginación no va más allá pues, un suave silbido interrumpe mis pensamientos.
¿Esa es la sonata?
La busco con la mirada y pienso que sería una ridiculez si es esa, pues es un sonido casi imperceptible.
Entonces la veo, una silueta oscura no muy lejos de mí, está quieta y, aunque no puedo ver su rostro, siento cómo me penetra con la mirada. Vuelvo la vista al frente y apuro el paso. Siento el sudor frío cuando identifico otras pisadas, además de las mías; se escuchan lentas, como si no tuviera prisa alguna. Eso, en vez de tranquilizarme, me provoca ansiedad.
Vuelvo a escuchar el silbido, esta vez no se detiene.
Quiero pensar que esa es la sonata de medianoche. Alguien que sale a caminar en la oscuridad y silva porque, al parecer, no tiene nada mejor que hacer. Trato de hacer un chiste en mi cabeza, como que le faltan palitos para el puente, pero no lo logro. Me fijo en que falta poco para llegar a mi casa, tal vez una cuadra, entonces doblo en la esquina y esta tortuosa sonata habrá terminado.
Las piernas me arden, pero apresuro aún más el paso. Quiero correr, pero temo que eso haga que me persiga; entierro mis uñas en las correas de la mochila, pienso que se me saldrá el corazón con lo rápido que palpita.
Una cuadra, me repito mentalmente.
Sigo escuchando esos pasos venir hacia mí, pero trato de pensar en otra cosa. Como en el quiosco de la esquina donde debo doblar. Ese quiosco de años al que le compramos el pan y las bebidas retornables, donde el simpático viejito te cuenta que se acuerda de cuando eras un bebé y te fía un chocolate de los baratos. Pienso en que le contaré esto mañana y le comentaré que deberían poner más focos en la calle y tal vez cámaras.
Ya casi, me repito cuando logro leer los letreros que tiene fuera del quiosco.
Entonces grito porque unas manos me alejan de mi destino; los letreros se hacen borrosos y no solo por las lágrimas.
Lloro, grito y entonces lo comprendo…
Hoy me toca a mí cantar la sonata de medianoche.
Bienvenida a casa
Por alguna razón, volver a casa siempre me da más miedo que salir.
Supongo que es porque no sé lo que me espera.
No sé si seré recibida con un abrazo o una golpiza, si abriré la puerta y tendré que esquivar algún objeto que sea lanzado en mi dirección. O simplemente me golpeará el frío látigo de la soledad.
Temo llegar con las manos vacías, pero también con las manos llenas. Jamás sé cuál será su reacción.
¿Se enojará porque no traje nada? ¿O porque gasté en algo?
Temo que me pregunte cómo fue mi día y me duele cuando no lo hace.
¿Prefiero que me grite, mientras me hace un interrogatorio? ¿O que no me dirija la palabra?
No temo salir de casa, porque sé que afuera, donde los ojos observan, estoy a salvo. Pero una vez la puerta se cierra, la oscuridad me abraza y yo tiemblo.
Su voz me da escalofríos, su tacto me quema.
A veces tomo rutas más largas para retrasar mi llegada, aunque sé que una vez esté frente a la puerta me arrepentiré.
Otras veces me quedo con las llaves en mano, mirándolas fijamente, esperando algo, cualquier cosa que me dé el valor de no girar ese picaporte.
Cuando las llaves entran en la cerradura, tomo una gran respiración y giro el picaporte. Todo está en penumbras, no se oye la televisión, ni hay olor a cigarro.
Suspiro aliviada, pero triste.
Aliviada porque no está en casa, triste porque estoy sola.
No logro girarme para cerrar la puerta, pues sus brazos me envuelven desde atrás. Mi cuerpo se tensa y mi respiración se acelera.
Me susurra algo al oído. Su aliento en mi oreja me estremece y su voz me revuelve el estómago donde las mariposas murieron hace ya muchos años.
La puerta se cierra y la luz se desvanece, mientras la oscuridad me abraza una vez más.
Pero ya no estoy sola.