Eran las ocho de la mañana, comenzaban las clases y yo cruzaba la puerta principal del colegio. Fui a ver qué sucedía. Cuando escuché su nombre en boca de todos, la sangre empezó a hervir en mi cuerpo. Estaba furioso, jamás la habían tratado bien desde que llegó.
Un gran número de alumnos rodeaba la escena, los profesores trataban de alejar a los curiosos y el director llamaba a Carabineros.
Nadie lloraba, nadie reía, nadie se lamentaba, nadie sufría, nadie nada.
Solo observaban asombrados la situación. Se podían oír diversos comentarios: “Sabía que algo estaba mal con ella”; “Me daba mala espina”; “Parecía una puta con la falda tan corta”; “Por lo menos ahora no estarán mirándola a cada rato”; “Le pasó por weona”; “Ese tipo de persona siempre termina así”; “Qué bueno que ya no estará”.
Esforzándome, me abrí paso entre la multitud hasta llegar al frente, pero cuando lo logré solo me quedé inmóvil. Cualquier presente habría pensado, a primera vista, que se trataba de un maniquí, pero la sangre revelaba su verdadera naturaleza. Mi cabeza intentaba digerir cada detalle exhibido en el piso. Casi vomito en el mismo lugar, pero apreté mi estómago y contuve la respiración para evitar dejar un desastre. El rostro era una hoja en blanco y en la parte superior se leía: “Es mío”. Era el cuerpo de ella, lo habían sacado de una bolsa de basura que estaba en el contenedor tras el colegio.
La primera vez que Liz apareció en el Colegio República de Siria, llevaba una jardinera de mezclilla sobre una blusa amarilla y zapatillas Converse blancas. Venía de intercambio desde Reino Unido, por un programa especial que el Ministerio de Educación realizaba en conjunto con el de Relaciones Exteriores. Tenía dieciséis años, era esbelta, de tez semejante a las nubes, con cabello anaranjado que adornaba su rostro, destacando las pecas sobre su nariz y mejillas. Ella era todo un centro de atención entre los alumnos. Liz era solitaria y al parecer no congeniaba con nadie más que conmigo. Pasaba su tiempo libre jugando con dos perros del recinto. Don Jorge, como le decíamos todos, era el conserje del colegio ñuñoíno y vivía en la casucha detrás del colegio, que estaba cercada con alambre de púas y donde no había más que unos árboles camino a secarse junto a los tarros de basura general.
Liz llegaba todos los días en la mañana y, antes de entrar a la sala de clases, pasaba a saludar al conserje y a los perros que vivían junto a él, Lila y Cholo; les daba de comer, les hacía cariño y después volvía a la sala.
La primera vez que hablamos fue en clase de Educación Física. Nadie quería hacer equipo con ella para elongar, así que solamente me acerqué y le pregunté:
—Hi, do you speak Spanish?
—Hi, solo… poco.
—Tú y yo, ¿equipo?
—Yes —dijo, sonriéndome con una curva en sus labios de oreja a oreja.
Sin conocerme, solo aceptó. Pensé que sería más difícil entablar conversación con ella. Después de ese día, poco a poco nos hicimos amigos muy cercanos. Le ayudé a practicar el español para que pudiera comunicarse mejor con todos y ella me enseñó inglés, mis notas en esa asignatura mejoraron. Le agradezco enormemente por eso. Aunque su español mejoró, yo era el único que le hablaba. Siempre me pareció extraño, muchos murmuraban que entre ella y don Jorge pasaba algo más allá; intenté averiguar qué era, pero solo vi una amistad de compasión entre ellos, como una mutua compañía entre dos personas solitarias. ¡Eran puras mentiras! Solo les gustaba inventar estupideces.
Nuestra amistad se hizo más fuerte, a tal punto que terminé enamorándome de ella. Amaba su sonrisa que podía iluminar hasta el rincón más oscuro. Su forma de caminar era una hermosa danza delicada, igual que sus gestos al comer algo delicioso, y sus ojos de un color caramelo brillaban cada vez que me veía. ¡Esos ojos me carcomían por dentro!
No me di cuenta cuando estos sentimientos brotaron, solo pasó. La buscaba con la mirada, le trataba siempre de sacar una sonrisa y ver sus ojos brillar de alegría. Un día comencé a dejarle notas entre sus cosas con frases románticas: “Mi lugar favorito en el mundo es a tu lado” o “No importa el lugar, tú lo haces especial”. Era todo un romántico a mi parecer. Salíamos cada fin de semana a ver la última película de terror en CineHoyts. Salió tiritando de miedo con El conjuro. Luego tomábamos café en algún lugar de Providencia y pasábamos por el parque Inés de Suárez. Una vez subimos a pie el cerro San Cristóbal, recuerdo que quedamos exhaustos. Otro día fuimos al cerro Santa Lucía, la caminata fue más liviana.
Me sentía en las nubes; sabía que ella también sentía algo por mí, se le notaba a kilómetros. Muchas veces nos abrazábamos y nuestros rostros quedaban muy cerca uno del otro. Podíamos pasar horas sentados conversando juntos. Lo que sí me parecía raro es que, cada vez que salíamos o estábamos en el colegio, siempre sentía que alguien nos observaba, jamás estuve del todo tranquilo, sentía una corriente de aire por mi espalda y cuando me daba vuelta a ver qué era, esta desaparecía. Y aunque nunca pasamos de esa línea de amistad, de un momento a otro empezó a actuar de manera extraña, tanto su actitud como su semblante cambiaron. Su mirada se veía apagada, ya no sonreía tan seguido, apenas tenía energía y a veces se saltaba bloques de clase, incluso sus notas bajaron a tal punto que se la llevaron con la directora para regañarla
Un día, mientras hacíamos una maratón de películas en mi casa, se puso inquieta. Intenté mirarla de reojo, pero ella capturó mi atención con una expresión que nunca antes había visto. De un momento a otro, se subió encima de mis piernas, quedando frente a mí, y besó mis labios intensamente. Cualquiera podría decir que estaba lleno de sentimientos, pero yo la conocía lo suficiente como para saber que ese beso no tenía afecto alguno. No pude evitar besarla yo también, sin embargo traté de calmarla, transformando el beso en uno tierno y lleno de cariño. En efecto se calmó y sus manos fueron directamente a mi camisa, la desabotonaron con desesperación para después acariciar con lentitud mi torso. Se detuvo al mismo tiempo que nuestro beso. Se enderezó y comenzó a quitarse la polera, solo su sostén quedó exhibido frente a mis ojos.
—Liz… ¿Todo bien?
No dijo nada, comenzó a temblar y sus ojos colapsaron en lágrimas silenciosas e inagotables. Solo pude abrazarla y acariciar su espalda, hasta que finalmente se quedó dormida en mis brazos. Sí. La deseaba, pero jamás quise que este tipo de momento se diera de esta forma.
Después de ese día, fue todo de mal en peor. Liz comenzó a faltar a clases, ya no me hablaba mucho en el colegio y, cuando terminaba la jornada, se iba a la casa del conserje a ver a los perros. Era todo muy extraño. Creí que tal vez querría su espacio después de lo que ocurrió entre nosotros, ¿a quién no le daría un poco de vergüenza? Yo también me ponía nervioso cerca de ella, así que no le dije nada y seguí como si fueran días normales. La última vez que la vi, se despidió de mí con una sonrisa triste y melancólica. De haber sabido lo que le pasaba, ese día no la hubiese dejado ir.
Liz no apareció más por el colegio. Pasaron dos, tres, hasta siete días y no había señales de ella, ni siquiera los profesores la podían contactar. Comencé a preocuparme. Los rumores sobre ella y el conserje se intensificaron, a tal punto que se especulaba sobre una posible fuga con él. Decían que tenían una aventura, que Liz buscaba a Jorge por tener un pene grande, que ella era una puta, que todas las extranjeras son unas sueltas. Un día me enojé tanto que les grité a todos en clases:
—¡Paren esta mierda ahora!
—¿Aún la defiendes? —me preguntó con tono irónico mi compañero de al lado. Sacó su teléfono y me mostró un video donde se veía claramente a Liz y a Jorge. Después de lo que parecía una conversación entre ellos, comenzó a tocarla por todas partes sin que Liz se resistiera o gritara por ayuda. Desearía no haber visto ese video, porque después pude ver cómo ambos tenían sexo desenfrenado y sin pudor alguno.
—¿Aún crees que es una santa?
—¡Cállate! —le respondí enojado. Pero más que enojado, estaba lastimado.
Esa misma tarde, fui a encarar a Jorge a su casa, pero cuando llamé a la puerta nadie respondió. Había un olor desagradable que salía por su puerta. Golpeé con fuerza, insistí un par de veces más. Traté de mirar a través de la ventana sin éxito alguno, así que únicamente me fui. Ojalá hubiera investigado más sobre el olor. Debí denunciarlo.
A la mañana siguiente me levanté con un nudo en la garganta y el estómago apretado, no tenía ganas de comer ni de ir a clases. Fui obligado por mis padres. Cuando llegué al colegio todo estaba claro. Liz había sido asesinada. Varios mencionaban el suceso de la niña a la que habían matado en 1995: “Tragedia en el colegio República de Siria de la comuna de Ñuñoa: sin resolver”. Era evidente que la habían matado, pero la gran pregunta era quién o por qué.
Cuando vi en su frente “Es mío”, mi primer pensamiento fue: “Jorge, él lo hizo”. Lo busqué con la mirada en todas direcciones, pero lo único que veía era a los profesores consternados, los alumnos husmeando, el director acomplejado, Lila y Cholo olisqueando confundidos; hasta que lo encontré. Estaba detrás de todo el jaleo de estudiantes que rodeaban el cuerpo, con una ligera sonrisa en su rostro. Me abalancé sobre él, increpándolo y acertando varios golpes en su cara. Él no se defendía, solo me miraba con una sonrisa creciente en su cara.
—¡Mierda! ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te hizo ella? —grité entre lágrimas.
—Es mío —respondió. No entendí a qué se refería con esa frase, que también estaba plasmada en la frente de la cabeza de Liz.
Los profesores llegaron en su ayuda, nos separaron intentando calmar la situación que ya estaba hecha un asco. “Es mío”, esa frase resonaba en mis pensamientos. Maldito hijo de puta.
Los profesores llegaron en su ayuda, nos separaron intentando calmar la situación que ya estaba hecha un asco. “Es mío”, esa frase resonaba en mis pensamientos. Maldito hijo de puta.
—¿Eso es todo? —preguntó el uniformado.
—Sí.
—Muchas gracias, puedes retirarte.
Imagen: Parte de la exposición Todo lo que soy es imperfecto (2020-2022), de Valentina Améstica.